Columna

Cartelera

Cuando a Madrid, poblachón manchego y castillo famoso, le llovió la capitalidad, entre otras cosas y quizá sobre todas las cosas, por la riqueza cinegética de sus alrededores, las fachadas de sus casas, caserones y palacios, no estaban a la altura de las circunstancias y pompas cortesanas y desmerecían mucho en los grandes fastos, cuando visitaban la ennoblecida villa príncipes, dignatarios y diplomáticos extranjeros. Para suplir sus carencias y deficiencias arquitectónicas, los vecinos de las calles más principales de Madrid engalanaban y camuflaban sus edificios al paso de las comitivas con ...

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Cuando a Madrid, poblachón manchego y castillo famoso, le llovió la capitalidad, entre otras cosas y quizá sobre todas las cosas, por la riqueza cinegética de sus alrededores, las fachadas de sus casas, caserones y palacios, no estaban a la altura de las circunstancias y pompas cortesanas y desmerecían mucho en los grandes fastos, cuando visitaban la ennoblecida villa príncipes, dignatarios y diplomáticos extranjeros. Para suplir sus carencias y deficiencias arquitectónicas, los vecinos de las calles más principales de Madrid engalanaban y camuflaban sus edificios al paso de las comitivas con telones pintados en las grandes ocasiones, telones que representaban presuntos palacios a la italiana y principescas mansiones.

Hoy se usa de semejantes artificios con fines propagandísticos más que ornamentales en los andamios que protegen las obras de rehabilitación de inmuebles y en los paneles y cartelones de algunas salas de cine a la antigua usanza. Las carteleras de los 'palacios del cine' de la Gran Vía fueron durante mucho tiempo el mejor escaparate de Madrid, la cara sonriente y fantástica de la urbe, un imán para los habitantes de la ciudad y los forasteros en sus momentos de ocio y disipación.

La minimalización, la compartimentación que experimentaron en las últimas décadas muchas salas de cine, redujo proporcionalmente el tamaño y el arte de las carteleras; desaparecieron los enormes paneles pintados a mano que hábiles artesanos ejecutaban en los destartalados talleres del no menos destartalado y vecino palacio del Marqués de Monistrol, demolido para dar paso a una de las más desafortunadas, en todos los sentidos, plazas de Madrid, la de Santa María Soledad Torres Acosta, hasta hace poco la única santa con dos apellidos del santoral romano.

La Gran Vía sigue conservando su poder de imantación y sus luminarias aún se ven reforzadas en las noches de estreno por los focos y los flases de los fotógrafos. Pero la oferta ha cambiado, de los palacios cinematográficos a los comederos de palomitas, del restaurante de lujo a la comida rápida, de la cafetería a la americana a la franquicia multinacional. El cine también ha cambiado y ha cambiado el glamour de sus grandes estrellas por el efímero brillo de fugaces starlettes; así lo exponía en un brillante artículo de este periódico el pasado lunes el escritor José María Guelbenzu, que, citando a Guillermo Brown, decía: 'No juzgo, sólo hago constar un hecho'.

Como se puede constatar a través de las carteleras madrileñas, el cine que nos llega a través de los grandes canales ha rejuvenecido tanto que se ha puerilizado hasta el punto de que los grandes éxitos de taquilla suelen caer del lado de Disney y de sus secuelas, películas para todos los públicos, para los niños y para los adultos en busca de la infancia perdida. Cuentos, tebeos, fábulas y sagas fabulosas y mágicas. El cine se ha infantilizado en un sentido que no le hubiera gustado nada a Guillermo Brown, el antihéroe infantil británico, irónico y poseedor de una lógica aplastante. Incluso en sus cotidianos delirios de pirata, piel roja, detective o gánster, el proscrito Brown era consciente de la fragilidad de sus fantasías y sabía que acabarían chocando frontalmente con el grosero mundo real de los adultos que volverían a confiscarle el arco y las flechas. Guillermo Brown no es Harry Potter, y si hubiera podido acceder al mundo fantástico del señor de los anillos, hubiera elegido probablemente el bando salvaje de los trolls.

Magia, adivinación, videncia, tarot, vudú, macumba y santería se cuelan desde las postrimerías del siglo XX por todas las rendijas en los inicios de un milenio orgulloso de una tecnología tan avanzada que hace más real lo virtual y más verosímil lo fantástico. El Vaticano, que ha mostrado oficiosamente su disgusto por el bueno de Harry, y yo, estamos preocupados, aunque por distintas razones, por este auge de las magias, las mancias, las sinrazones y las supercherías. El Vaticano, porque pretende seguir detentando la exclusiva de lo sobrenatural y, por lo tanto, de lo irracional, y está dispuesto a luchar, una vez más, contra la brujería y la nigromancia, aunque con métodos más light que los de antaño. Mis objeciones personales se fundan más bien en el uso de la razón y en el deseo de una sociedad más racional y menos ilusa, que viene de ilusión.

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