LA COLUMNA

Europa posnacional

SE CUMPLIÓ este año el primer centenario de la publicación de un libro que suena todavía hoy en sus primeros acordes como la obertura de una majestuosa sinfonía: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber. En una especie de réplica a la célebre elegía compuesta por Marx como tributo a la burguesía, Weber se viste el ropaje de un hijo de la moderna civilización europea para preguntarse por la serie de circunstancias que han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido 'ciertos fenómenos culturales que parecen marcar una dirección evolutiva de alcance ...

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SE CUMPLIÓ este año el primer centenario de la publicación de un libro que suena todavía hoy en sus primeros acordes como la obertura de una majestuosa sinfonía: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber. En una especie de réplica a la célebre elegía compuesta por Marx como tributo a la burguesía, Weber se viste el ropaje de un hijo de la moderna civilización europea para preguntarse por la serie de circunstancias que han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido 'ciertos fenómenos culturales que parecen marcar una dirección evolutiva de alcance y validez universales'.

¿Qué fenómenos? Pues nada menos que la ciencia con fundamentacion matemática; la música armónica y racional, compuesta sobre la base de los tres tritonos y la tercera armónica; la orquesta, la sinfonía, la sonata; el arco de ojiva como medio de distribuir y abovedar espacios libremente construidos; la literatura impresa; el cultivo sistematizado y racional de las especialidades científicas; el funcionario especializado; el Estado estamentario y los parlamentos con representantes del pueblo periódicamente elegidos; el poder más formidable de nuestra vida moderna, el capitalismo.

Civilización europea, Occidente: no una u otra nación, no Francia ni Alemania, no Inglaterra ni Italia o los Países Bajos, sino Europa, cuando aún Europa se confundía con Occidente. Weber escribía en 1901 y aunque ya estaba más que anunciado el desencantamiento del mundo, del que él sería gran profeta, todavía podía en dos o tres páginas gloriosas verter todo el entusiasmo de un hijo de la civilización europea preguntándose por qué sólo a ella estuvo reservado ser la cuna de tan extraordinarios fenómenos culturales. Europa, en 1901, marcaba el camino; todavía era posible narrar desde Europa la historia universal como una historia de la libertad.

Luego, a los pocos años, sucedió la catástrofe. Las naciones se impusieron a Europa, la barbarie le ganó la mano a la civilización occidental. ¿O formaba parte también de Occidente, de la civilización europea, ese otro fenómeno cultural de validez universal que Weber nunca incluyó en su lista, la guerra total? En todo caso, el mundo de ayer, el mundo en el que Weber creció y del que nos ha dejado un relato magistral Stefan Zweig, se lanzó bulliciosamente a la guerra bajo la sagrada consigna del amor a la patria, de la patria te llama. Hasta los más internacionalistas, los socialdemócratas alemanes, votaron los créditos de guerra con el argumento de que a la hora del peligro nadie podía abandonar a su patria.

Paradójico destino el de Europa: la raíz de su dinamismo, una cultura compartida, un sólo mercado, con redes múltiples de intercambio de productos, de saberes, de artes, sobre una base de lenguas dispares, de territorios con fronteras delimitadas pero cambiantes, de soberanías fragmentadas, fue también la causa de su destrucción. Bastó que la nación se confundiera con el Estado en la búsqueda de un poder absoluto, centralizado, totalitario, imperialista. Ocurría por los mismo tiempos en que Weber escribía su sinfonía sobre la peculiaridad de la civilización europea, por los mismos años en que Zweig, un vienés refinado, disfrutaba descubriendo París, Londres, Amsterdam. La nación creada por Dios como portadora de un destino histórico universal y dotada de un Estado para imponerlo por la fuerza de las armas; la nación homogeneizando hacia dentro, expandiéndose hacia fuera, como máquina de exterminio de las minorías, como amenaza para el vecino; la nación que había dejado de ser comunidad política de ciudadanos libres para convertirse en ídolo al que era preciso sacrificar millones de vidas humanas en Francia y Alemania, en Austria y Rusia, en Italia e Inglaterra.

Mañana, pasado mañana, son días grandes para Europa: desaparecen las monedas nacionales, nace la moneda única transnacional. Es un fenómeno cultural que merece engrosar la lista de Weber. Hijo también de la civilización europea, el euro viene a derribar una de las barreras levantadas en nombre de la nación, símbolo del poder del Estado nacional. Ya cayeron las fronteras, toca hoy a la moneda, mañana debe tocar a las naciones. Europa ha existido durante siglos sin naciones; nada impide que, sobre otra base muy diferente, pueda construirse, reforzada, una Europa posnacional. Por soñar que no quede. Si algún día la vieja utopía internacionalista, hija de la mejor tradición ilustrada, se cumpliera como realidad posnacional, los afortunados mirarán atrás, a esa hora lúgubre de las naciones identificadas con Estados, sólo para comprobar que ellas estuvieron a punto de liquidar la civilización europea que Weber tenía, hace ahora cien años, como cuna de asombrosos fenómenos culturales de validez universal.

Sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo, en donde se sientan los 626 representantes de los 15 países de la UE.REUTERS

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