Columna

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El escritor Luis Cremades se asoma a la ventana de su casa y sonríe. A sus pies se extiende la difícil geometría de la plaza de Vázquez de Mella, y al fondo, alzando apenas la mirada, las horas de rojo fluorescente del reloj de Telefónica parecen menos ciertas que siempre. En Madrid ha cuajado la nieve y todo es blanco a sus ojos. A la izquierda, protegiendo o disimulando un solar en obras, hay un enorme cartel publicitario en el que se aprecia un paisaje de tejados nevados, y junto al cartel, los tejados nevados de esa plaza donde juegan al fútbol los chavales madrileños de rasgos chinos o pi...

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El escritor Luis Cremades se asoma a la ventana de su casa y sonríe. A sus pies se extiende la difícil geometría de la plaza de Vázquez de Mella, y al fondo, alzando apenas la mirada, las horas de rojo fluorescente del reloj de Telefónica parecen menos ciertas que siempre. En Madrid ha cuajado la nieve y todo es blanco a sus ojos. A la izquierda, protegiendo o disimulando un solar en obras, hay un enorme cartel publicitario en el que se aprecia un paisaje de tejados nevados, y junto al cartel, los tejados nevados de esa plaza donde juegan al fútbol los chavales madrileños de rasgos chinos o piel mulata. 'La felicidad debe de ser esto', se dice Luis Cremades, siguiendo con los ojos la línea de nieve que forman el cartel y las casas, 'que la publicidad y la realidad se confundan'.

Pero cuando no nieva en Madrid, ¿dónde vivimos? ¿Dónde estamos cuando los carteles enormes nos enseñan tejados nevados y hay un sol sofocante, playas paradisiacas en el túnel del metro, coches poderosos y mágicos perfumes y líneas de conexión a Internet definitivas y amantes entrelazados cuyos cuerpos perfectos cambiarán nuestras vidas? ¿Dónde vivimos mientras tanto? Justo en ese borde finísimo que separa la publicidad de la realidad, justo donde se acaban los tejados nevados del cartel y comienzan los parches de tela asfáltica de los tejados de las plazas. En esa línea. Vino la nieve a Madrid en Navidad a aliviar la angostura de ese borde, a confundir la realidad con el deseo, y el deseo era la nieve misma, pues ni siquiera recordamos cuál era aquel producto que venía a seducirnos a través de los tejados nevados del cartel. El deseo es la nieve y el poder y la magia y la seguridad y la playa y la belleza, y la publicidad conoce nuestros deseos y a través de ellos nos vende la conexión a Internet o la esencia más cara. Su espacio es inmenso: fachadas, autobuses, vallas.

El publicista italiano Olivero Toscani, célebre artífice hasta hace unos años de las polémicas campañas de Benetton, explica en su libro Contra la publicidad la ética de su trabajo: mi objetivo es venderos un jersey de lana (viene a decir), pero el espacio que se me proporciona destinado a tal fin es tan grande que no puedo por menos que aprovecharlo para recordar algunas cuestiones importantes que apenas tienen espacio reservado. La línea publicitaria de Toscani consistió en dar por hecho que Benetton ofrecía buenos jerséis de lana mientras llamaba la atención sobre asuntos como el racismo, la explotación infantil, los crímenes ecológicos o la discriminación sexual: la fotografía de un enfermo de sida que agonizaba rodeado por el amor de sus padres fue una suerte de impactante Piedad contemporánea. Toscani ensanchaba esa finísima línea, entre la publicidad y la realidad, en que vivimos, y por eso, aún en el drama, sus campañas transmitían la incertidumbre de una extraña felicidad.

Algún día Toscani, el que anunciaba jerséis, estará en los museos (si acaso, antropológicos). Como en el Museo Reina Sofía están ahora Colin, Cassandre, Carlu y Loupot, cartelistas franceses de entre los años veinte y sesenta del siglo XX que para anunciar bares, bebidas, líneas marítimas o tabaco pusieron en práctica un talento que trascendía al objeto (y quizá así lo hacía deseable) porque su representación era artística. Blaise Cendrars consideró a Cassandre 'el primer director escénico' de las calles de París. Como Toscani, que usó los espacios reservados a la publicidad para la difusión de ideas necesarias, estos cartelistas usaron la publicidad para difundir las propuestas más atractivas o vanguardistas del arte moderno. El resultado fue una obra gráfica de tal belleza que, otra vez según Cendrars, convirtió la capital francesa en 'uno de los espectáculos más prodigiosos que se pueden imaginar', y la selección que ha hecho el Reina Sofía para esta exposición así lo demuestra. Sí se puede imaginar el privilegiado placer de pasear por esas calles parisienses convertidas en museo gracias a un espíritu comercial cuyo objetivo fuera vendernos un licor a través de esos carteles de Cassandre que parecen óleos de un Renoir superviviente a su estilo. Un placer no tan lejano a esa felicidad que imagina Luis Cremades cuando se asoma a la ventana una mañana y ve que están nevados los tejados de los carteles publicitarios y de los edificios de la plaza de Vázquez de Mella.

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