Columna

El Gordo

Nadie reparó en que aquel mendigo soportaba el rigor de un otoño glacial, envuelto en unas mantas, y sin hacer visible más que una mano, en la que reverdecía el virtuosismo de Franz Liszt. Llegó a la ciudad de provincias, y buscó empleo, hasta que tuvo que conformarse con un portal, entre el quiosco de prensa y la administración de lotería, de una fulgurante avenida, sin que la gente se interesara: era un residuo desdeñable. Pero aquella apariencia de chatarra urbana le evitó incomodidades, cuando un día, arreció la lluvia y un vendaval repentino causó estragos: rompió escaparates, derribó un ...

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Nadie reparó en que aquel mendigo soportaba el rigor de un otoño glacial, envuelto en unas mantas, y sin hacer visible más que una mano, en la que reverdecía el virtuosismo de Franz Liszt. Llegó a la ciudad de provincias, y buscó empleo, hasta que tuvo que conformarse con un portal, entre el quiosco de prensa y la administración de lotería, de una fulgurante avenida, sin que la gente se interesara: era un residuo desdeñable. Pero aquella apariencia de chatarra urbana le evitó incomodidades, cuando un día, arreció la lluvia y un vendaval repentino causó estragos: rompió escaparates, derribó un par de tilos, se llevó por los aires diarios, décimos de la suerte y lencería fina e inundó algunos locales. En apenas media hora, se hizo el caos. Policías y bomberos acudieron a toda prisa y desalojaron a los curiosos, mientras los empleados de los establecimientos afectados procuraban recuperar el género. En el mendigo, ni se fijaron. Ni en su mano, que hizo desaparecer entre sus ropas, los billetes de lotería que habían ido a parar a sus pies.

Aquel año, el destino del Gordo fue un enigma: se rumoreó que le había tocado a un individuo que no reveló su identidad. Respecto al mendigo, permaneció en su lugar, hasta las primeras horas del 1 de enero de 2002. Aguantó una noche bajo cero, viendo cómo por la avenida no cesaban de pasar coches y grupos de personas dándole a la botella. El mendigo puso la mano a la intemperie, por si acaso. De madrugada, se despertó sorprendido: una mujer hermosa y elegante, se la había llenado de monedas de euros, mientras se la acariciaba con admiración: le parecía la mano cincelada de un artista.

Algún tiempo después, un millonario extranjero compró la ciudad de provincias: edificios, solares, comercios, empresas, fábricas. Todo. Era un tipo soberbio y sin hígados. Nadie lo conocía. Nadie, salvo la hermosa dama arruinada, que le vendió su mansión, por una miseria. Sólo ella contempló por segunda vez aquella mano. El millonario la miró con ironía y murmuró: Así es la Europa del dinero, señora. Pero usted ya ha perdido su silla.

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