Columna

La inocencia

Hace unos pocos años leímos por primera vez en España al escritor colombiano Fernando Vallejo, que publicaba aquí una abrumadora novela de apenas ciento cincuenta páginas. Se titula La Virgen de los sicarios. Después llegó la película. Las películas basadas en libros suelen contar la historia que cuenta ese libro pero no cuentan el libro en sí, y hay una merma, una mutilación, un empobrecimiento. Con La virgen de los sicarios no sucedió así, y la película tenía una rara virtud compartida con el libro. En general, los que habían leído antes esa historia que cuenta Fernando Vallejo...

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Hace unos pocos años leímos por primera vez en España al escritor colombiano Fernando Vallejo, que publicaba aquí una abrumadora novela de apenas ciento cincuenta páginas. Se titula La Virgen de los sicarios. Después llegó la película. Las películas basadas en libros suelen contar la historia que cuenta ese libro pero no cuentan el libro en sí, y hay una merma, una mutilación, un empobrecimiento. Con La virgen de los sicarios no sucedió así, y la película tenía una rara virtud compartida con el libro. En general, los que habían leído antes esa historia que cuenta Fernando Vallejo no se sintieron defraudados; los que no la habían leído podían oír con precisión sus palabras. Pero, alejada geográfica, política, casi moralmente de nuestra latitud, ¿qué tiene, sin embargo, la historia de La virgen de los sicarios que nos toca la fibra del alma? Yo creo que se trata de que es una historia sobre la inocencia: un hombre envejecido, desesperado, homosexual, herido casi de muerte por su propia traición y por la traición de los otros; unos adolescentes hermosos, asesinos, sexuales, manipulados, terribles, expiatorios de una culpa que no les corresponde y se ha hecho completamente suya. Y todos inocentes. Hay un punto límite en el que la violencia, tanto como la belleza y la bondad, termina siendo inocente si es que uno, ciertamente, no es su artífice último.

'Está viniendo mucho colombiano', nos dice, así en genérico, un colombiano. Es joven, guapo, amable. Él ha venido a Madrid, un hombre fresco con un nombre particular que probablemente ni siquiera sea el que conocemos, y se refiere a sí mismo en genérico. Él ha venido a Madrid con sus dos piernas, con sus dos brazos, con su solo corazón, ha sido cacheado exactamente su cuerpo y no otro, ha tenido un pensamiento intransferible, sólo suyo, cuando sellaba su visado, cuando cerraba su maleta, cuando posaba su mano un momento en la barandilla al subir al avión, cuando respiraba su única e insustituible respiración.

Pero se refiere a sí mismo como parte de 'mucho colombiano'. Y nosotros hacía mucho tiempo que no nos pensábamos como españoles, que no nos acordábamos de que éramos españoles. Y entonces el colombiano dice: 'Tendríais que estar muy agradecidos a vuestros abuelos, las cosas no han sido siempre como son ahora para vosotros'. Y sigue, y nos cuenta que él tiene un hijo en Colombia, y que ha venido a Madrid a hacer lo que hace para poder dar estudios a su hijo. Dice estudios y dice hijo y había dicho abuelos mientras Miami y Nueva York y Berlín y Londres y Madrid se meten una raya y otra raya y otra raya de la coca colombiana por la que al fin el colombiano dice: 'Yo me juego mi libertad, ¿se dan cuenta?'. Para dar estudios a su hijo y porque no puede matar. Porque dice el colombiano que tú puedes estar en Colombia tomando un trago con un tipo normal, un tipo majo con una apariencia como la tuya que la primera vez que mató, mató a tres. Lo dice con un horror que le trasciende, y entonces entendemos que eso debe de ser 'lo' colombiano por lo que está viniendo a Madrid 'mucho colombiano'. 'El buen rollo sólo depende de dónde estés', dice sin acritud, pero dice, y después se va, más tarde de lo que había previsto, inocente.

La furia de Fernando Vallejo el desquiciado, ese dolor extenuante capaz de librarle de todas las ataduras que puede tener el lenguaje, de todas las convenciones, de todas las mentiras, proviene de la gran hipocresía de ese mundo que establece la distancia entre lo legítimo y lo legal.

La inocencia consiste precisamente en el espacio de esa distancia, el espacio justo en el que la regla no escrita sería 'esto que hago yo lo vas a pagar tú'. ¿No querías pagar los estudios de tus hijos? ¿No querías llegar a ser un abuelo admirable? ¿No preferirás matar? Y no me toques las narices que te bombardeo el país. Porque el funcionamiento de la mafia es de naturaleza única: yo te creo el problema, yo te lo resuelvo. Y el precio es la inocencia. Y mancillar la inocencia es el peor de los pecados. Por eso brama Vallejo, ahora en El desbarrancadero. Por eso el colombiano nos dejó pensando en su hijo y en nuestros abuelos. Pensando que éramos españoles y estábamos en Madrid y se celebraba el Día de la Constitución.

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