Columna

La zanja

Leo en alguna parte que las empresas que cavan, excavan y socavan los suelos de la ciudad tienen, o van a tener pronto, la obligación de comunicar a veinte empresas del ramo la ubicación de sus zanjas por si alguna de ellas quisiera meter algo más en el agujero antes de cerrarlo. Prudente medida que producirá sin duda un considerable ahorro de tiempo, dinero y disgustos.

Sorprende, a mí al menos me sorprende, que algo tan sencillo como esto no se le haya ocurrido antes a alguien como forma de aplacar el clamor de los ciudadanos afectados por la virulenta e incesante fiebre perforadora q...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Leo en alguna parte que las empresas que cavan, excavan y socavan los suelos de la ciudad tienen, o van a tener pronto, la obligación de comunicar a veinte empresas del ramo la ubicación de sus zanjas por si alguna de ellas quisiera meter algo más en el agujero antes de cerrarlo. Prudente medida que producirá sin duda un considerable ahorro de tiempo, dinero y disgustos.

Sorprende, a mí al menos me sorprende, que algo tan sencillo como esto no se le haya ocurrido antes a alguien como forma de aplacar el clamor de los ciudadanos afectados por la virulenta e incesante fiebre perforadora que les acosa a la puerta de sus domicilios y en sus trayectos urbanos. A partir de ahora verán a sus pies una zanja única y acogedora, un agujero negro y familiar capaz de acoger en su regazo lo que le echen. Lo de la zanja única no zanja el problema pero reduce sus daños, menos máquinas ruidosas y pérdida de esa sensación de perplejidad por parte de ciudadanos que han visto y sufrido cómo a lo largo de un año abrían y cerraban hasta diecisiete veces el mismo hoyo.

Lo que tampoco imaginaba es que los perforadores callejeros pertenecieran a más de veinte empresas diferentes dedicadas a distintos oficios. Debajo de nuestras calles, es sabido, hay una red de alcantarillado, conducciones de gas, teléfono, electricidad y desde hace unos años de otras telefonías y tecnologías de la comunicación. Hago cuentas y no me salen los números; agua, gas, luz y telefonías varias podrían sumar una docena de empresas, pero sigo sin comprender a qué podrían dedicarse las restantes, qué clase de artilugios, mecanismos y sistemas están poniendo a nuestros pies para hacernos la vida más fácil y la comunicación audiovisual más sencilla, qué redes y qué tramas están tendiendo a nuestras espaldas y bajo nuestros zapatos y cuántos miles, tal vez millones de ciudadanos se beneficiarán de tales inventos.

Está claro que el incremento de las obras públicas crea puestos de trabajo y aumenta los beneficios de las empresas implicadas y de los ayuntamientos que les conceden licencia. Está claro también que todo lo que nos meten en el subsuelo público debe tener alguna utilidad pública, pero sin embargo no consigo explicárselo por ejemplo a mis vecinos de arriba, una pareja septuagenaria que viven con un solo televisor, un teléfono antiguo y una cocina de gas, que no saben lo que es un chip y no quieren saber nada de Internet, ordenadores, videoteléfono y otros modernísimos inventos que ni comprenden ni les sirven. Tal vez mis vecinos de arriba sean un caso perdido y una excepción, ni siquiera tienen móvil y recuerdo que tardaron bastante tiempo en enterarse de que habían nacido otros canales de televisión para hacerle la competencia a TVE. 'Mire usted -reconocía ella un día que nos encontramos en el ascensor-. Yo estuve varios años sin saber que existía una segunda cadena de televisión, hasta que un día mi marido la conectó para ver un partido de fútbol'.

Gente rara mis vecinos, hundidos en el atraso y en la incomunicación sin saberlo. Gente que apenas sale de casa por miedo, y no ante la violencia urbana, la inseguridad ciudadana o la delincuencia juvenil, sino ante el panorama de vallas, zanjas, bolardos, postes y paneles entreverados de automóviles que juegan a ser todoterrenos para poder sobrevivir en un paisaje de campo de batalla.

En una vieja película española aparecían dos pícaros timadores que, armados de pico y pala, se presentaban en los pequeños comercios madrileños y anunciaban que venían de parte del Ayuntamiento con la ineludible y urgente tarea de abrirles una zanja en la acera, exactamente delante de la puerta de su tienda. Luego, a cambio de un fingido soborno, propuesto generalmente por el dueño del comercio, aceptaban irse con su zanja unos metros más abajo y abrirle el agujero al tendero de la esquina, competencia directa de su benefactor. Hoy esta clase de negocios no son posibles, porque todo funciona a otra escala y los pequeños comerciantes carecen de fondos para sobornar a lo grande, así que siguen asomados a la zanja insaciable que acabará comiéndose su negocio en nombre del progreso.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En