Tribuna:

Síntomas

Los padres estamos habituados a reaccionar ante los síntomas de las enfermedades más comunes de nuestros hijos y a poner los remedios oportunos o a acudir al especialista para conjurarlos. Estornudos, tos, fiebre, malestar general: a la cama a curar el resfriado. También solemos reaccionar adecuadamente ante los estados psicológicos de las personas que nos rodean. Si el crío empieza a estar insoportable, decae su interés por el estudio y se pone triste de repente, no hay duda: ha entrado en la pubertad y, tal vez, esté enamorado.

Un biólogo diría que en el primer caso se lanza una hipót...

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Los padres estamos habituados a reaccionar ante los síntomas de las enfermedades más comunes de nuestros hijos y a poner los remedios oportunos o a acudir al especialista para conjurarlos. Estornudos, tos, fiebre, malestar general: a la cama a curar el resfriado. También solemos reaccionar adecuadamente ante los estados psicológicos de las personas que nos rodean. Si el crío empieza a estar insoportable, decae su interés por el estudio y se pone triste de repente, no hay duda: ha entrado en la pubertad y, tal vez, esté enamorado.

Un biólogo diría que en el primer caso se lanza una hipótesis precientífica y un psicólogo añadiría que lo que ocurre en el segundo caso es que los humanos tenemos una teoría de las mentes ajenas, la cual nos permite programar nuestros propios comportamientos. Sin embargo, esta habilidad para predecir el futuro no parece poseerla la sociedad como tal. El grupo social suele asistir impávido a la acumulación de signos negativos premonitorios del desastre sin mover un dedo.

Es lo que ocurrió en la época de los fascismos europeos cuando resultaba evidente -pero sólo unos pocos lo comprendieron- que aquella dinámica social de desprecio de las personas y de vigilancia de las conciencias conducía directamente a la catástrofe.

Pues bien, so pena de que se me tache de conservador -¡qué le vamos a hacer!-, voy a reflexionar sobre el significado de unos síntomas preocupantes que, al parecer, no constituyen objeto de preocupación para nuestros responsables politicos de todos los colores y niveles (o sea que su indiferencia es un rasgo gremial, más que una opción de partido). Me refiero al asunto de la marcha y de las diversas intoxicaciones, acústicas y etílicas, que trae consigo. Hace unos pocos días nos encontramos con que la queja más repetida de los ciudadanos valencianos al Síndic de Greuges era el problema del ruido. Ahora acaba de llegarnos la noticia de que un municipio canario intenta imponer una especie de toque de queda a los menores y, naturalmente, como esto también se les había ocurrido a los munícipes de extrema derecha de Orleans, los representantes políticos ponen el grito en el cielo. Dos botones de muestra tan sólo de una relación que podría alargarse indefinidamente. En realidad, este artículo casi pertenece a un género periodístico reciente, que ya han practicado prestigiosas plumas profesionales con más gracia que yo (en este mismo periódico recuerdo un artículo de Antonio Muñoz Molina, una columna de Félix de Azúa y otra de Vicent Franch) y que diariamente acometen también numerosas cartas al director: el llanto por la paz perdida.

Decía un personaje de un drama de Eurípides que a quien los dioses quieren enloquecer comienzan por quitarle el sueño. Así es. Esos dioses menores que pueblan la noche de nuestras ciudades -de todas las españolas, pero especialmente, ¡ay!, de las valencianas-, cuando corretean con sus motos por las aceras, cuando cantan su borrachera bajo nuestras ventanas y cuando atronan con el compact del coche mientras siguen mecánicamente el ritmo con mirada estupidizada, están volviéndonos literalmente locos.

Pero lo peor no es esto. Quien más quien menos huye a donde puede, aunque, como siempre, los menos pudientes pueden menos y en ciertos barrios como el Carme (cuya asociación de vecinos acaba de protestar de nuevo) el dislate alcanza ya dimensiones apocalípticas. Lo peor es el futuro que se está configurando.

Resulta que estamos permitiendo que se forme una generación (ya casi va para dos) que no tiene otra ilusión en la vida que la de emborracharse o drogarse el fin de semana. Así de simple. Desde luego, no tienen toda la culpa ellos y ellas, si bien algo de culpa también les compete. Pero los que les dan el dinero para sostener la marcha no dejamos de ser los adultos. Y los que permiten una vergüenza que no existe en ningún otro país (pero sí ha existido: así comenzó la decadencia romana) son los representantes políticos que elegimos estos mismos adultos. Dentro de nada tendremos elecciones autonómicas y municipales y menudearán los discursos triunfalistas sobre la nueva Europa del euro. Alguien debería contestarles y decirles que, de momento, el principal uso de los euros por parte de nuestros jóvenes consiste en pagar con ellos las litronas. Por desgracia no se lo dirá nadie y si alguno lo hiciera, no le oirían. Y es que esta enfermedad ya ha rebasado la fase de los primeros síntomas y encara una espeluznante fase terminal.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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