Columna

Oscuridad

El sábado pasado, quince perrillos acogidos en un albergue de animales de Tarragona se convirtieron en el juguete del sadismo de unos monstruos. Eran quince chuchos venidos de la calle, es decir, criaturas que ya arrastraban tras de sí un sino negro de abandonos, hambre y desafecto. Esa noche, unos desconocidos entraron en el albergue, ataron a los animales uno por uno y les serraron las patas delanteras: debieron de tardar al menos dos horas en la orgía. Algunos de los perros todavía estaban agónicamente vivos cuando les descubrieron al día siguiente: movieron las colas coaguladas de sangre p...

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El sábado pasado, quince perrillos acogidos en un albergue de animales de Tarragona se convirtieron en el juguete del sadismo de unos monstruos. Eran quince chuchos venidos de la calle, es decir, criaturas que ya arrastraban tras de sí un sino negro de abandonos, hambre y desafecto. Esa noche, unos desconocidos entraron en el albergue, ataron a los animales uno por uno y les serraron las patas delanteras: debieron de tardar al menos dos horas en la orgía. Algunos de los perros todavía estaban agónicamente vivos cuando les descubrieron al día siguiente: movieron las colas coaguladas de sangre para saludar a sus cuidadores.

El mismo día que leo esta sobrecogedora noticia leo también la historia de Karimulá, un afgano de 26 años al que los talibanes amputaron una mano y un pie en un castigo ritual. Estos castigos se celebran en los estadios ante una muchedumbre compuesta de integristas pero también de niños, porque los talibanes obligan a los niños varones a asistir a las ejecuciones para que aprendan: les han cerrado las escuelas, pero han abierto multitud de patíbulos.

Para mí, esta contigüidad mutilatoria es algo más que una mera coincidencia: dentro de ambas barbaries anida la misma oscuridad. También el 11 de septiembre, por ejemplo, mientras la locura integrista reventaba a miles de personas en Estados Unidos, en España, a la misma hora, una horda de brutos acuchillaba lenta y salvajemente a un toro en Tordesillas hasta matarlo. Son dos sucesos cuantitativamente incomparables (uno es diminuto, el otro enorme), pero están unidos por el mismo nexo horripilante, por el negro corazón de los humanos, por esa lacra abismal de la conciencia que consiste en la incapacidad de ponerse en el lugar del otro. Los últimos descubrimientos genéticos están confirmando lo que ya se sabía: que el ser humano no es un ente radicalmente superior y distinto, sino que hay una continuidad orgánica que nos une de modo fraternal con los demás animales. Es necesario perseguir a los canallas de Tarragona con todo el peso de la ley, porque su salvajada es también terrorismo: un tarado que hace algo tan horrendo puede hacer cualquier cosa. Si no respetamos a los animales, no podremos respetarnos a nosotros mismos.

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