Columna

Paisaje

Aunque hay mucho ruido, amaneció cálido y azul y las calles están soleadas. Hay mucho ruido porque Madrid es una ciudad acústicamente contaminada y lo que consistía en esquivar los cortafríos o los taladros se ha vuelto un acertijo: ¿en qué calle no habrá un estruendo inhabitable? Pero hace un día buenísimo y salgo por la mañana a pasear.

Observo una vez más la marcha de las obras de la Gran Vía. El tramo de acera que ya está rehabilitado produce una rara sensación de autopista, y me fijo bien en las nuevas barandillas: no se puede decir que sean feas y el Ayuntamiento asegura que se ha...

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Aunque hay mucho ruido, amaneció cálido y azul y las calles están soleadas. Hay mucho ruido porque Madrid es una ciudad acústicamente contaminada y lo que consistía en esquivar los cortafríos o los taladros se ha vuelto un acertijo: ¿en qué calle no habrá un estruendo inhabitable? Pero hace un día buenísimo y salgo por la mañana a pasear.

Observo una vez más la marcha de las obras de la Gran Vía. El tramo de acera que ya está rehabilitado produce una rara sensación de autopista, y me fijo bien en las nuevas barandillas: no se puede decir que sean feas y el Ayuntamiento asegura que se ha ampliado el ancho peatonal; sin embargo, da la impresión de que los coches están más cerca y llego a la conclusión de que es porque se han eliminado los árboles y las jardineras, que creaban una barrera vegetal de separación entre la acera y la calzada. Con todo su sobresalto de obstáculos y chirimbolos, la Gran Vía ha mantenido siempre un aspecto familiar y acogedor. Me pregunto si las plantas de contención serán restituidas; si no, la Gran Vía adoptará un desagradable aspecto de M-30. También me pregunto si es aceptable que otros tomen decisiones decorativas en tu propia casa, pero eso sería adentrarme en estructuras políticas, así que me desvío y decido ir a tomar algo a una terraza en la plaza del Carmen, una de las pocas que conservan en el centro ese aire recoleto y desmañado que es tan madrileño.

Una mujer de treinta y tantos, con aspecto europeo, aparece con dos niñas de unos seis y cuatro años y un niño que no pasa de dos. Los tres desenfundan dos minúsculos violines y un violonchelo, se encaraman a una modesta estructura para juegos infantiles y empiezan a tocar. La mujer les observa desde un banco en el que se ha sentado junto al carrito del más pequeño. Alrededor de los músicos empieza a concentrarse un grupo de personas, la mayoría con aspecto de mendigos o desocupados pobres. Los niños se mantienen concentrados y serios y a los adultos se les ilumina la cara de admiración y ternura. Cuando termina una pieza, todos aplauden. Y entonces uno de ellos, un negro bajito y delgado, rebusca en sus bolsillos, selecciona concienzudamente lo que ha sacado en la mano, como contando, escoge una moneda y se acerca a dejarla en la funda abierta del violonchelo.

Hojeo el periódico. En la sección local de Opinión del Lector hay una carta de Mara Rabadán que se titula Y la música en Madrid, ¿qué? Se queja de que haya actuado un grupo de la talla de Depeche Mode, que hacía años que no daba aquí un concierto, al que asistieron miles de personas; se queja de que nos quejemos de la mala gestión cultural del Ayuntamiento y medios de comunicación como éste no hayan considerado importante cubrir esa información. Se pregunta qué sucedería si después de un partido Real Madrid-Atlético de Madrid el periódico no escribiese una sola línea al respecto.

Me dirijo a la Casa del Libro. En la Gran Vía ha aterrizado un montón de gente con banderas y bufandas futboleras y me acuerdo de Mara Rabadán, con quien estoy completamente de acuerdo. Los futboleros hablan italiano y algunos intentan ligar interceptando el paso a las chicas. No tengo ni idea de quiénes son, pero ya me enteraré, al menos por la prensa. Hay gente que no tiene ni idea de quiénes son Depeche Mode, pero no podrán enterarse ni por la prensa. Por supuesto, enseguida me enteré de que jugaba 'la Roma'. Pues vale. Pienso que la paranoia de la guerra no alcanza a esos forofos, que han volado a Madrid y parecen contentos. Pues vale. Subo con dos chicos en el ascensor de la librería, y uno de ellos dice al otro: '¿Y cómo sabes que en tu papela no hay ántrax?'. Me da un poco la risa, pero pienso que es una buena pregunta y que los consumidores que pertenezcan a grupos de riesgo, tipo el Congreso o el Senado de EE UU, deben estar pasándolas canutas.

Regresando a casa me encuentro con un amigo, sigue habiendo muchísimo ruido, pero conseguimos charlar un rato; después nos damos un besito en los labios para despedirnos; por detrás de mí se acerca un adolescente marroquí; cuando pasa a nuestro lado nos espeta: 'Maricones'. Pues vale.

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