Aproximaciones

La libertad del narrador

LOGRAR HACERSE amigo de un gran escritor al que uno admira es algo difícil de conseguir, pero no imposible: después de todo, la admiración es ya una forma de amistad intelectual y puede convertirse en pórtico de una relación más personal, aunque ciertamente la reciprocidad nunca sea perfecta puesto que se trata en el mejor de los casos de pagar la veneración con el afecto. He tenido la suerte de que me ocurriera el milagro dos o tres veces en la vida y testifico que vale la pena, pese a la inevitable desigualdad en ese tipo de relaciones. Resulta en cambio psicológicamente más complicado el ca...

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LOGRAR HACERSE amigo de un gran escritor al que uno admira es algo difícil de conseguir, pero no imposible: después de todo, la admiración es ya una forma de amistad intelectual y puede convertirse en pórtico de una relación más personal, aunque ciertamente la reciprocidad nunca sea perfecta puesto que se trata en el mejor de los casos de pagar la veneración con el afecto. He tenido la suerte de que me ocurriera el milagro dos o tres veces en la vida y testifico que vale la pena, pese a la inevitable desigualdad en ese tipo de relaciones. Resulta en cambio psicológicamente más complicado el caso inverso, es decir: asumir que uno de nuestros amigos se ha convertido en un gran escritor y admirarle como es debido pese a nuestra previa familiaridad con él. Es más fácil venerar de abajo hacia arriba que de tú a tú; lo lejano y desconocido siempre se presta mejor al prestigio que aquello junto a lo que hemos crecido. También he tenido la suerte de que me haya ocurrido esta segunda peripecia y lo considero un regalo de la vida, que por un momento suspende su proverbial avaricia. Es el caso de mi amigo Javier Marías que hoy es también -iba a decir pese a nuestra antigua amistad- uno de los escritores actuales que más admiro.

Desde luego, no es que la vocación de Javier por las letras haya sido tardía, todo lo contrario. Escribe desde antes de conocernos y publicó su primera novela -Los dominios del lobo- cuando aún no había cumplido veinte años. Pero entonces todos éramos más o menos escritores y veíamos nuestros respectivos esfuerzos con alborotadora complicidad. Sabíamos que los auténticos maestros eran otros, Conrad, William Faulkner, Nabokov, Benet, Cabrera Infante... cada cual tenía sus propios santos patronos. Por lo demás, nos considerábamos más bien compañeros y no parecía probable que ninguno acabáramos en un altar ante el resto de quienes compartían con él vinos y risas. Libro tras libro, sin embargo, se hizo evidente -al menos para mí- que Javier Marías estaba consiguiendo lo que los demás seguíamos buscando a tientas: la verdadera maestría. En la obra de muchos autores suele darse a veces un salto cualitativo, el ascenso a su definitiva estatura como creadores. En el caso de Marías, a mi juicio, ese punto de inflexión fue Corazón tan blanco, aunque sin duda Todas las almas preludiaba inequívocamente la plenitud que estaba a punto de llegar. A partir de esas dos novelas ya no espero sus libros con el interés cordial del amigo y compañero en lides literarias, sino con el impaciente fervor del lector por quien ha sabido apasionarle.

Lo más estimulante de las obras de Marías es su constante y gloriosa libertad narrativa. Sus novelas no están construidas de acuerdo a un esquema férreo y lineal, sino que entrecruzan tramas misteriosamente cómplices, mezclan retazos vagamente biográficos con situaciones de ficción pura, a veces hiperrealista y en otras ocasiones próxima al género fantástico. En todas ellas hay pasajes que la memoria del lector guarda con especial viveza y por separado, como si se tratara de relatos autónomos (hay que tener en cuenta que Marías es también un formidable autor de cuentos y excelente antólogo de los ajenos): el episodio de los vídeos eróticos en Corazón tan blanco o el traductor político inventivo en Mañana en la batalla piensa en mí son dos de mis favoritos entre esos higlights. Su última ¿novela? Hasta la fecha, Negra espalda del tiempo, potencia al máximo esta libertad jubilosa de narrar sin cortapisas de género y logra una pieza literaria inventiva hasta el desasosiego. A pesar de ser monarca lúdico de la isla de Redonda, Javier Marías no tiene la obsesión mutiladora de la obra 'redonda', que gira engrasadamente sobre sí misma y complace al gusto rutinario. A veces me recuerda a Woody Allen, cada una de cuyas películas es más el estudio estilístico de un género o de la combinación de varios que una cinta convencionalmente 'lograda'.

En España -quizá en todas partes- la repercusión social de un escritor se mide por la cantidad de personajillos que se ven en la obligación de detestarle a causa de sus muchos vicios y pecados. Aplicando tal criterio, Javier Marías es hoy uno de nuestros autores más importantes. De vez en cuando nos vemos, charlamos un rato y nos reímos de ello. Estoy esperando su próximo libro.

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