ESCÁNDALO FINANCIERO

Al final del túnel

El contencioso de Gescartera está teniendo un efecto colateral de indudable valor pedagógico. Tras dos semanas de interrogatorios, empezamos a comprender lo que no debe hacer una comisión parlamentaria encargada de investigar un caso políticamente complicado. De hecho, la comisión, máxime por el costado socialista, no ha conseguido aún entonarse o encontrar eso que los aficionados al fútbol llaman una buena colocación en el campo de juego. La naturaleza a veces sorprendente de las preguntas, y los planteamientos con frecuencia desenfocados, no reflejan sólo falta de pericia. Revelan, también, ...

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El contencioso de Gescartera está teniendo un efecto colateral de indudable valor pedagógico. Tras dos semanas de interrogatorios, empezamos a comprender lo que no debe hacer una comisión parlamentaria encargada de investigar un caso políticamente complicado. De hecho, la comisión, máxime por el costado socialista, no ha conseguido aún entonarse o encontrar eso que los aficionados al fútbol llaman una buena colocación en el campo de juego. La naturaleza a veces sorprendente de las preguntas, y los planteamientos con frecuencia desenfocados, no reflejan sólo falta de pericia. Revelan, también, un entendimiento confuso de cuál es el cometido que corresponde a un órgano de las características del que estos días opera en representación de los partidos. Parece, de un lado, que los diputados quisieran imitar los procedimientos a que apelan los jueces para averiguar la verdad. Y del otro, que su objetivo prioritario fuera llegar a un fallo definitivo sobre la causa que investigan. Pues bien, esto es un error. O mejor, esto son dos errores. Me explico.

Para empezar, la misión de un juez no consiste, exactamente, en descubrir la verdad. Su trabajo es más difícil y más sutil. Estriba, en esencia, en decidir qué figuras jurídicas resultan aplicables a una evidencia reunida conforme a determinados criterios. La idea de que la verdad está ahí, impertérrita, y que la misión de los tribunales es desenterrarla, es rigurosamente premoderna. Prevaleció en la Edad Media, cuando se dictaba sentencia tras la confesión del acusado, obtenida por lo común en el potro de tortura. A esta técnica bárbara sucedió la fijación de conclusiones a través de mecanismos deductivos altamente ritualizados. A estos mecanismos los denominamos 'garantías'. Al cabo, el proceso judicial ofrece una estructura paralela a la de un razonamiento desarrollado según las reglas de la buena dialéctica: la conclusión no será válida si no se ha logrado por las vías establecidas, con independencia de su contenido material.

Estas rigideces y limitaciones no afectan a una comisión parlamentaria. Los miembros de la comisión formulan preguntas presuntamente relevantes, y los interpelados contestan con presunta buena fe. De ahí a que se descubra la Verdad, con mayúsculas, media, sin embargo, un abismo. Primero, porque no siempre se contesta con buena fe. Y segundo, porque no siempre se pregunta de modo inteligente. Pero esto no es lo más importante. Lo importante es que el público vaya juntando las piezas y haciéndose su composición de lugar.

Ignorar que no se es juez, sino otra cosa distinta, lleva aparejado el segundo gran error. Me refiero a la noción peregrina de que toca a la comisión depurar responsabilidades políticas. Sólo un prejuicio corporativista explica semejante dislate. La composición de las comisiones reproduce las mayorías parlamentarias, y en consecuencia, los dictámenes que se generan están contaminados de modo inevitable por criterios de oportunidad política. Estos dictámenes se votan en el Congreso, el cual vuelve a aplicar criterios de oportunidad política. El dictamen, por consiguiente, no absuelve o condena a nadie en términos definitivos. Se restringe a expresar la actitud de los partidos ante el problema que fuere. La depuración auténtica de responsabilidades la efectúa la opinión en primera instancia, y finalmente, el votante.

Esta reflexión elemental sirve para liquidar una de las tabarras con que más nos ha estado torturando últimamente la prensa: la de qué tiene que haber hecho X para que Y, titular o no de una cartera ministerial, se vea en la precisión de dimitir. Sencillamente, no hay contestación para esta pregunta. Cuestiones judiciales aparte, la dimisión se decidirá conforme al cálculo electoral, el sentido del decoro y el ambiente nacional. Pero no existen algoritmos, reglas infalibles. Los precedentes habrán de ser evaluados según el contexto, y sometidos a la discusión pública. Cuanto mayor el grado de madurez democrática de una sociedad, tanto menos traumático, menos agónico, resultará el asunto. Y no lo digo sólo por el Gobierno. Lo digo, igualmente, por la oposición.

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