Columna

La peña

La peña está desconcertada, la peña está triste, la peña está preocupada, deprimida, asustada. Terrible. Desde que el día 11 de septiembre cayeron las Torres Gemelas, en Nueva York, y se abrió ese boquete enorme en el Pentágono, la peña, aquí, en Madrid, habla de guerra. Hay varias generaciones, a algunas de las cuales pertenezco, para quienes esta posibilidad en la conversación es inédita: nosotros sólo habíamos hablado, o más bien habíamos oído hablar, de la guerra de otros. Puede que esta nueva guerra no nos alcance, pero hay algo también nuevo: a la peña le alcanza la posibilidad de que pu...

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La peña está desconcertada, la peña está triste, la peña está preocupada, deprimida, asustada. Terrible. Desde que el día 11 de septiembre cayeron las Torres Gemelas, en Nueva York, y se abrió ese boquete enorme en el Pentágono, la peña, aquí, en Madrid, habla de guerra. Hay varias generaciones, a algunas de las cuales pertenezco, para quienes esta posibilidad en la conversación es inédita: nosotros sólo habíamos hablado, o más bien habíamos oído hablar, de la guerra de otros. Puede que esta nueva guerra no nos alcance, pero hay algo también nuevo: a la peña le alcanza la posibilidad de que pudiera ser así. Y para quien jamás se ha visto o ha llegado siquiera a imaginarse directamente envuelto en una guerra, la realidad cobra aspectos de aprensión. La peña está terrible.

En este ambiente de referencias bélicas explícitas, Antonio Álamo presentó el otro día su última novela, Nata soy. Era todo muy madrileño, el lugar y la convocatoria: el café La Palma y la peña. La novela transcurre en el Vaticano (ese Estado en el que el portavoz Navarro Valls transmite a los medios de comunicación un discurso sobre la guerra que difiere del que instantes antes hubiera lanzado su jefe Wojtyla ante miles de personas y cientos de periodistas) y Antonio Álamo, que anduvo cuatro meses infiltrado en sus sótanos (nuestro hombre guapo en el Vaticano, a quien se querían tirar los prelados), nos cuenta con humor anticlerical una historia en la que aparece Satán. El autor ha tenido la lucidez de convertir el asunto en comedia, pero, vista la batalla que el bien, a quien supuestamente asiste un afán de infinita justicia, está a punto de librar contra el mal, a quien supuestamente asiste Alá, la peña sonríe apenas y con expectación (qué fue de aquellas carcajadas...) Vista, en fin, la vigencia de Satán, la peña se dio a la bebida.

Y se hablaba de guerra. Puede que la peña esté terrible, pero cómo vamos a estar si el otro día, en Telemadrid, veo a un tipo con una máscara antigás de las que hasta la fecha, y en nuestros círculos, sólo se ponían para performances actores del estilo de La Fura dels Baus, un tipo que explicaba sus propiedades y advertía a la población de que la mayoría de las máscaras disponibles protegerían de un eventual ataque con gas, aunque no así de un eventual ataque bacteriológico por no disponer de los filtros adecuados al efecto. Un tipo de Madrid, quiero decir, con traje y corbata, que hablaba en nombre de una empresa radicada en Madrid. Hablaba de eso con eso en la mano. A mí, una amiga ya me había ofrecido un búnker que tienen en su pueblo; y, la verdad, es la primera vez que me ofrecen un búnker y que me ofertan por la tele una máscara antigás. Así las cosas, y con Satán debajo del brazo, la peña decidió ir a picar algo. Entonces se produjo un hecho que debe de pasar mucho en las guerras, porque alguien de la peña comentó lo curioso que era el hecho de que la mayoría de las personas que nos encontrábamos allí fuéramos vecinos y casi nunca nos viéramos, y al momento se despertó un sentimiento gregario de lo más entusiasta y la peña decidió que eso tenía que terminarse y que había que verse y que había que reunirse y que había que divertirse y que había que comunicarse. Como que había que organizar la afinidad. Y la peña se constituyó en peña (menos la peña del otro extremo de la mesa, que no se enteraba). Una peña terrible. De lo que se deduce que el alcohol y la guerra unen mucho, porque, a través del alcohol y de la guerra, la peña se da cuenta de lo sola que está y de lo vulnerable que es su existencia y de cuánto necesita a los demás. Y no sé si sería por el alcohol o por la guerra, pero el caso es que la peña, ya constituida como tal, decidió irse a bailar.

Y la peña bailó en El Perro, que también es un sitio muy madrileño, unos sótanos con una oscuridad muy distinta a la gideana del Vaticano, un garito con aspecto de búnker en el que me dio por recordar esas imágenes de películas o de novelas en las que la peña de París o Berlín o Casablanca, gente en guerra en ciudades en guerra, pasa la noche en garitos animadísimos, bailando entre humo y botellas y abrazos, aferrándose a la vida de los otros porque la propia se ve amenazada, envolviéndose en una música que, al menos ahí abajo, neutraliza el ruido apocalíptico de los jinetes de ahí fuera. Una peña terrible.

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