Tribuna:

Crisis global, ecos locales

Ha pasado bastante tiempo, el epicentro de la crisis se ha desplazado hacia el Este y tanto las circunstancias como el antagonista son otros; sin embargo, el esquema argumental con que una importante porción de nuestros medios políticos y periodísticos aborda los prolegómenos de la respuesta armada norteamericana al ataque del 11 de septiembre es prácticamente el mismo por el que esos medios se rigieron, hace ahora 11 años, durante el intervalo entre la ocupación iraquí de Kuwait y la puesta en marcha de la operación Tormenta del Desierto. Ahí están, para los desmemoriados y los más jóvenes, l...

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Ha pasado bastante tiempo, el epicentro de la crisis se ha desplazado hacia el Este y tanto las circunstancias como el antagonista son otros; sin embargo, el esquema argumental con que una importante porción de nuestros medios políticos y periodísticos aborda los prolegómenos de la respuesta armada norteamericana al ataque del 11 de septiembre es prácticamente el mismo por el que esos medios se rigieron, hace ahora 11 años, durante el intervalo entre la ocupación iraquí de Kuwait y la puesta en marcha de la operación Tormenta del Desierto. Ahí están, para los desmemoriados y los más jóvenes, las hemerotecas...

El viejo guión hoy apenas remozado pivota sobre tres puntos básicos: primero, la exageración hiperbólica de las fuerzas del inminente adversario, con el subsiguiente mensaje tácito de que sería preferible dejarlo impune y no meterse con él. ¿Recuerdan que, en 1990, el de Sadam Hussein era el cuarto ejército más poderoso del mundo, y su Guardia Republicana una élite militar invencible, y sus búnkers inexpugnables, y atacarle podía desencadenar el apocalipsis? Pues ahora, a juzgar por ciertos titulares, Bin Laden posee bombas atómicas y armas biológicas, y ha sembrado Occidente de 'terroristas dormidos' listos para entrar en acción. En cuanto a los talibán, sus efectivos armados han pasado en unos días de 40.000 a 300.000 hombres que, por añadidura, son 'expertos en la guerra santa', según lee y escucha -sin filtro crítico alguno- el asustado ciudadano corriente.

El segundo epígrafe del esquema consiste en deslegitimar la intervención aliada sobre la base de las antiguas connivencias entre los hoy enemigos. En los días de la crisis del Golfo estuvo de moda recordar que el dictador iraquí había gozado del apoyo de Occidente cuando guerreaba contra la revolución islámica iraní, como si ello convirtiese a Washington y Londres en cómplices de la anexión de Kuwait, o como si los bruscos cambios de alianza fuesen algo raro en la historia de las relaciones internacionales. Actualmente, describir a Osama Bin Laden como una 'criatura' de la CIA ha adquirido rango de consigna, con lo cual parece que el responsable de las acciones del saudí ya no sea él, sino la impopular agencia de espionaje. En este mismo terreno discursivo, alguien debería explicarle a Gaspar Llamazares (véase su artículo en EL PAÍS del pasado lunes) que difícilmente el Gobierno talibán puede ser 'hijo político de la guerra fría', y más difícilmente aún pudo Ronald Reagan llamar 'a los talibán luchadores por la libertad' por la simple razón de que los talibán aparecieron en la escena afgana en el verano de 1994, y no tomaron Kabul hasta septiembre de 1996; para entonces, la guerra fría era ya agua muy pasada y Reagan se hallaba sumido en el Alzheimer.

Pero aun siendo capaces de confundir alegremente a los mujaidines antisoviéticos de los años ochenta con sus enemigos talibán de los noventa, la gran especialidad del señor Llamazares y de otros autores -y el tercer punto del guión- consiste en diluir la brutal agresión terrorista del pasado día 11 dentro del cúmulo de injusticias, desigualdades y violencias que asuelan al mundo, y propugnar luego tan beatíficas cuanto nebulosas soluciones de consenso planetario y de desarme universal, soluciones -por supuesto- 'políticas y no violentas', que excluyan 'cualquier acción militar' y cumplan todos los requisitos jurídicos.

Puesto que el tema es demasiado serio, me abstendré de ironizar sobre las posibilidades de enviar en busca de Bin Laden a un funcionario judicial con una citación para que comparezca en La Haya o en la ONU. ¿Soluciones políticas? ¡Sea! ¿Para el conflicto palestino-israelí, que tantos analistas señalan como origen causal de la presente crisis? ¡Adelante! Ahora bien, cuantos, en España, asumen tan honestos deseos, ¿saben que para Bin Laden y los suyos, para Hamás, para Hezbolá, para la Yihad Islámica y otros grupos de la misma galaxia fundamentalista la única solución verdadera y definitiva al problema palestino pasa por destruir Israel y arrojar a sus cinco millones de habitantes judíos, real o figuradamente, al mar? Y si lo saben, ¿lo asumen? No, no trato de demonizar ninguna postura, sólo de clarificarlas y de precisar qué clase de precio debería pagar Occidente para hacer las paces con esos fanáticos.

Por otra parte, y por más que los probables escenarios bélicos nos resulten lejanos y exóticos, los efectos del conflicto en curso se nos cuelan en casa, y no sólo por la puerta de la economía, sino también por las frágiles ventanas de la convivencia y de la tolerancia. Así, hace ya demasiados días que toda la prensa española reseña con discreción una serie de agresiones contra iglesias y sinagogas en Ceuta y Melilla, de gritos y pintadas en favor de Bin Laden, de episodios de tinte antisemita en las dos plazas norteafricanas, y de inquietantes reacciones en el seno de otras comunidades musulmanas de España. Y bien, si nos preocupamos -con razón- cuando hubo un pequeño brote de violencia antimagrebí en Ca n'Anglada, si aplaudimos -con razón- el procesamiento del neonazi Pedro Varela por incitar al odio racial, ¿no deberíamos responder con la misma energía moral ante el apedreamiento de templos católicos o israelitas, ante la profanación de un cementerio hebreo, ante las palabras del imam de Valencia (véase EL PAÍS del pasado domingo) según el cual 'todas las pruebas indican que los judíos son los culpables [de los atentados]'? Que las autoridades quieran minimizar los incidentes hablando de gamberrismo y de chiquilladas se entiende, pero ¿dónde están esas ONG y esos profesionales del antirracismo siempre tan diligentes y celosos? ¿Es que la tolerancia y el respeto al distinto son unidireccionales, sólo desde el Norte hacia el Sur? ¿Acaso criminalizar a 'los judíos' es menos grave que criminalizar a 'los árabes' o 'al islam'? Es en tiempos de turbación como los actuales cuando se ponen a prueba la calidad, la madurez, el grosor de una cultura democrática..

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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