Tribuna:

El caos

No es lo mismo saber que tener pruebas. No es lo mismo saber que nuestros prójimos van a morir y llorar su muerte. Sabíamos que ya no hay hiperpotencia ni superpotencia ni nación invencible ni santuario inviolable. Lo sabíamos de forma abstracta. Ahora tenemos la prueba. El ataque de Pearl Harbour no fue nada en comparación con lo que acaba de ocurrir en Nueva York y en Washington. En 1941 se conocía a los agresores. La agresión tuvo lugar lejos del territorio estadounidense. Las represalias eran posibles. Hoy, antes incluso de preguntarnos sobre la identidad de los autores de estos atentados,...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

No es lo mismo saber que tener pruebas. No es lo mismo saber que nuestros prójimos van a morir y llorar su muerte. Sabíamos que ya no hay hiperpotencia ni superpotencia ni nación invencible ni santuario inviolable. Lo sabíamos de forma abstracta. Ahora tenemos la prueba. El ataque de Pearl Harbour no fue nada en comparación con lo que acaba de ocurrir en Nueva York y en Washington. En 1941 se conocía a los agresores. La agresión tuvo lugar lejos del territorio estadounidense. Las represalias eran posibles. Hoy, antes incluso de preguntarnos sobre la identidad de los autores de estos atentados, estamos frente a un simple caos, el de lo imprevisible y lo irresponsable.

Sí, lo sabemos todo sobre todo. El 25 de agosto de 1998 todos los periódicos del mundo publicaban grandes titulares para comentar los bombardeos efectuados por Estados Unidos como represalia a los atentados antiamericanos en Tanzania y Kenia. Los lugares bombardeados se encontraban en Sudán y Afganistán, dos países que supuestamente constituían la logística sofisticada y opulenta de las redes de Osama Bin Laden, un multimillonario saudí dispuesto a hacer desaparecer la reputación de invencible de Estados Unidos. Es interesante recordar esos titulares: 'Estados Unidos festejará el milenio con la angustia de ataques terroristas'. 'El alcalde de Seattle ha cancelado las celebraciones al temer las autoridades norteamericanas atentados islamistas'. 'Washington se prepara para una larga batalla contra el terrorismo islámico'. 'Bill Clinton anuncia una lucha de larga duración contra el terrorismo', y por último, otro titular: 'Contra el terrorismo, sólo hay una guerra posible: la Información'. Hace ya tres años todos dijimos todo. Todo dicho, todo previsto, y una de las más prestigiosas revistas norteamericanas, Foreign Rep-port, publicaba un informe oficial sobre la relativa incapacidad para prevenir un acto terrorista. Sobre todo en el interior de un país que ve cómo su población de inmigrantes aumenta en un millón cada año, población trabajada en sus ambientes más míseros y más ligados al islamismo por potentes organizaciones terroristas. Ese informe era aún más pesimista. Evocaba sobre todo una duda sobre la capacidad del famoso escudo antimisiles para prevenir una acción terrorista. 'Tendremos todos los medios para protegernos de una agresión de países que no piensan en atacarnos y ninguna forma de evitar atentados por parte de los que, al contrario, no piensan en otra cosa'. Conclusión: sólo tenemos a nuestra disposición nuestros servicios de información y los de nuestros aliados en los países sospechosos de albergar terroristas.

La CIA nunca ha conseguido, aparentemente, estar informada de los proyectos de los terroristas, ni infiltrarse en sus redes. Lo vimos el 19 de octubre de 2000, cuando Bill Clinton se comprometió de forma teatral a acorralar y abatir a los responsables del atentado que mató a 17 norteamericanos el 12 de octubre en el destructor norteamericano US Cole en el puerto de Aden.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Además, y esto es revelador, Clinton añadió que sus soldados 'montaban guardia en una región que puede llevar al mundo a la guerra'. ¿Pero qué guerra? Los analistas militares en Washington tuvieron una reacción inmediata que además se consideró simplista y xenófoba. Según ellos, ahora ya hay una Internacional islámica. Es radicalmente antioccidental, a menudo anticreyente y en todo caso ferozmente antiamericana. Para los asiáticos, que desde Pakistán, antes protegido por Estados Unidos, proporcionan las bases de los cerebros terroristas, Israel es sólo un posible detonante que se utiliza para unir en un mismo combate a los musulmanes de Asia y los árabes de Oriente Próximo. No sabemos nada sobre la verosimilitud de esta tesis. Es cierto que sirve de coartada a las acciones de Putin en Chechenia. Es cierto que el jefe afgano Masud -víctima de un atentado el 9 de septiembre- ha confirmado la existencia de una red islámico-terrorista. Por último, es cierto que el apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel suscita, cuando se trata de Jerusalén, una emoción a veces vengativa en mil millones de musulmanes. Pero los palestinos parecen fuera de causa. No sólo por las declaraciones de Yasir Arafat condenando los atentados, sino porque los movimientos afganos y otros, aunque han tenido autoridad sobre los terroristas argelinos, nunca han podido imponer su autoridad a los movimientos extremistas palestinos.

Después de a los expertos militares les llegó el turno a los ensayistas como Samuel Huntington de recordar su tesis sobre el choque de las civilizaciones. En el futuro no habrá conflicto de proximidad y de soberanía, ya que las convulsiones actuales habrán acabado con los conflictos puramente nacionalistas. Iremos hacia una reagrupación de civilizaciones enteras, algunas de las cuales buscarán el enfrentamiento. El blanco principal será Occidente y sobre todo Estados Unidos.

Esta tesis, considerada ligera hace algunos años, ha hecho su reaparición entre los pensadores del Departamento de Estado y del Pentágono al surgir la supuesta Internacional islámica. Sin duda se admite que las sociedades musulmanas y árabes sufren más conflictos internos que los que afrontan juntas contra Occidente. La burguesía, las élites, los directivos, están occidentalizados. A lo que el mismo Huntington responde que se puede beber Coca-Cola y a la vez luchar contra Estados Unidos y que bastará con demostrar que la inseguridad reina por todas partes en Estados Unidos para unir a todas las víctimas del imperialismo y del capitalismo norteamericanos. Hay algo verosímil en este pesimismo que se vuelve hoy apocalíptico. Porque para el mundo entero, Estados Unidos ha encarnado el país de la seguridad individual, colectiva, económica y financiera.

Esta tragedia sin precedentes llega en un momento muy singular en el que los europeos han empezado a movilizarse para buscar un medio de restablecer la paz en Oriente Próximo. ¿Pero qué les faltaba? O más bien, ¿quién, según ellos, les faltaba de forma trágica? Estados Unidos. Demasiado presente ayer, le descubríamos de pronto demasiado ausente. ¿Se implicaba demasiado Bill Clinton? ¿Se mantenía George Bush demasiado distante? Entonces las grandes figuras de la prensa norteamericana podían preguntar a los europeos: '¿Somos una superpotencia imperial o una superpotencia indispensable?'. Las dos cosas a la vez, pensaban nuestros diplomáticos y, desde luego, todas las sociedades occidentales. Debido a la simple pusilanimidad de Bush nos sentíamos abandonados. Tras la catástrofe del martes pasado nos vamos a sentir huérfanos. Los debates sobre el antiamericanismo se van a convertir en algo frívolo. Una gran parte de los manifestantes de Génova contra la mundialización van a acabar echando de menos las instituciones internacionales. Los norteamericanos tienen tal sentimiento de inocencia que nunca sabrán lo que expían. Había en la arrogancia de su buena fe un desprecio protector que pueblos, sociedades e individuos encontraban humillante. Pero el vacío que pueden dejar quizá sea superior al mal que hayan hecho. Estamos lejos de cualquier posible apreciación, ni siquiera aproximada, de la tragedia de Nueva York. El equilibrio del terror nuclear daba al planeta la sensación de que nadie se atrevería a tomar la iniciativa suicida de la agresión. Con los atentados suicidas no hay sanciones posibles contra los autores directos, puesto que se matan, y sobre todo, ya no hay ningún límite a su deseo desenfrenado de estragos globales y destructores.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

Archivado En