Tribuna:

Sobre el volcán

Hace más de 10 años, tras la caída del muro de Berlín, el norteamericano Fukuyama publicó su célebre ensayo El final de la historia en el cual mantenía que el hundimiento de la Unión Soviética daría paso a la proliferación de las democracias liberales en el mundo. En realidad, esta obra fue el canto del cisne de una cierta filosofía política de guerra fría ya que, a los pocos meses, una guerra caliente, la Guerra del Golfo, puso fin a estas ingenuas esperanzas y mostró la realidad: el mundo seguía siendo un lugar convulso, violento y peligroso.

Probablemente, un mundo tanto o más...

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Hace más de 10 años, tras la caída del muro de Berlín, el norteamericano Fukuyama publicó su célebre ensayo El final de la historia en el cual mantenía que el hundimiento de la Unión Soviética daría paso a la proliferación de las democracias liberales en el mundo. En realidad, esta obra fue el canto del cisne de una cierta filosofía política de guerra fría ya que, a los pocos meses, una guerra caliente, la Guerra del Golfo, puso fin a estas ingenuas esperanzas y mostró la realidad: el mundo seguía siendo un lugar convulso, violento y peligroso.

Probablemente, un mundo tanto o más violento y peligroso que en la época en la cual los dos bloques lo mantenían bajo control. De un sistema bipolar se pasaba a otro más complejo. Sin embargo, ¿se entendieron bien los nuevos problemas que ocasionaba esta complejidad o bien un Occidente triunfante, despreocupado y seguro de sí mismo, lleva desde entonces una venda en los ojos, confiando así en su indiscutible -pero vulnerable, como vimos anteayer- poder político, económico, militar y cultural?

La tragedia del martes 11 de septiembre, en Nueva York y Washington, fue terrible y angustiosa. Nunca podíamos imaginar que contemplaríamos en directo el desplome de las dos torres gemelas de Nueva York casi a la vez que nos comunicaban que un avión-obús había atacado también al emblemático Pentágono. Los presumibles millares de muertos y heridos te convertían inmediatamente en solidario de tanta desgracia.

Sin embargo, ¿experimentamos las mismas sensaciones de rechazo ante las también trágicas imágenes que diariamente nos llegan de Palestina, ante los cientos de miles de personas que cada año, sin cámaras de televisión que lo registren, mueren de hambre y de guerra en África, Asia y Latinoamérica? ¿No será que lo que nos sobrecogía era que los tristes sucesos pasaran en la aparentemente inexpugnable -y para mí muy querida- ciudad de Nueva York? ¿Si la muerte de una persona por un acto terrorista es algo absolutamente injustificable y condenable, no lo son igualmente también aquellas otras muertes de seres humanos a las que mata un sistema económico que produce tanta desigualdad y del que, no obstante, nos solemos mostrar en Occidente tan orgullosos? ¿No nos damos cuenta que mil millones de personas vivimos confortablemente sobre un volcán formado por otras cuatro mil que pugnan por sobrevivir en la miseria?

El ataque terrorista a Estados Unidos responde, muy probablemente, a los mismos motivos de fondo que conducen a otros a salir a la calle, en Seattle o en Génova, reclamando cosas tan razonables como la tasa Tobin, el fin de los paraísos fiscales y la condonación de la deuda externa. Una es la vía execrable de la violencia terrorista, otra la vía democrática del ejercicio del derecho de manifestación y de la libertad de expresión. ¿Sabe el arrogante stablihment occidental que si no atiende a la segunda vía está precipitándose en manos de la primera?

Entre las imágenes que, asombrados, contemplábamos el martes pasado, una me pareció terrible y patética: la sincera alegría y el espontáneo bullicio con que era acogida la noticia en las calles de la zona palestina de Jerusalén. ¿Tanto daño se ha hecho desde Occidente, en este caso muy especialmente desde Estados Unidos, para acumular este odio en personas normales y corrientes que, de forma tan natural, expresan su júbilo y contento ante semejante tragedia? No sabemos quién es el autor del atentado, pero sabemos quienes se alegran al conocerlo. ¿No es ello suficiente para tener así un conocimiento realista de la opinión pública mundial al objeto de calcular más o menos cuántos millones de personas han acogido la tragedia como una noticia estupenda?

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No confío que Bush y su equipo reaccionen con la inteligencia propia de los grandes estadistas, más bien temo que se dejarán llevar por instintos primarios de venganza. Probablemente es el Gobierno menos indicado, desde la II Guerra Mundial, para hacer frente a una situación tan comprometida. Pero creo que más que tomar apresuradamente decisiones defensivas sobre la manera de hacer frente al terrorismo internacional, quizá deberíamos reflexionar, ante todo, sobre sus causas, es decir, sobre determinados aspectos de la situación en el mundo.

Sabemos, por ejemplo, que en el Congo un millón de personas han muerto desde 1997 a causa de una guerra provocada por un mineral, el coltan, del que se extraen materiales imprescindibles para construir los microprocesadores, baterías, microcircuitos y condensadores con los que se fabrican misiles balísticos, cohetes espaciales, armas inteligentes, teléfonos móviles, airbags o juguetes electrónicos. En el trasfondo de esta terrible matanza del Congo hallamos la mano negra de determinados gobiernos y de grandes empresas de Estados Unidos y de la Unión Europea. ¿Cuándo se pondrá fin al embargo sobre Irak con bombardeos casi semanales que producen hambre, desnutrición y muerte en buena parte de su población, especialmente de niños y ancianos? Sierra Leona y Angola hace años que sufren guerras debido a las disputas por el tráfico de diamantes, vendidos naturalmente en el mercado occidental. Bush ha decidido reemprender la producción de armas bacteriológicas, incumpliendo el tratado internacional que las prohibía. Todo ello sin hablar de lo más conocido: la situación en Palestina, las cifras del hambre mundial, el crecimiento de la distancia entre países ricos y países pobres.

La tragedia del martes pasado es terrible y cruel. Estremecen tantos muertos, víctimas inocentes del ataque terrorista. Pero quizá, para que no se repita, deberíamos preocuparnos por otras víctimas, también inocentes, de otras muchas guerras en las que los países occidentales, por supuesto con Estados Unidos a la cabeza, tienen la principal responsabilidad.

Es posible que anteayer, 11 de septiembre, comenzara para la historia futura, definitivamente, el siglo XXI. Equivocamos el camino, si lo tomamos como un simple acto de fundamentalismo fanático. Mejor sería considerarlo como un síntoma de males más profundos.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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