Tribuna:LA CRÓNICA

Una corneta lejana

Ducky era un patito con suerte. Feo como un pecado fue a colocarse en una familia acogedora e ingenua: la mía.

La verdad es que yo traté de impedirlo. Mi hermana Poli había tenido un pato hace muchos años y yo sabía que cuando crecen atacan a la gente, caminan de noche por casa produciendo un sonido siniestro con sus pies membranosos y húmedos, y deshacerse de ellos no es tarea fácil. También es cierto que al pato los pawnees lo veneran como guía infalible, pues, creen, conoce los caminos del cielo, el agua y la tierra. Allá ellos, los pawnees. En el caso de Donald, que as...

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Ducky era un patito con suerte. Feo como un pecado fue a colocarse en una familia acogedora e ingenua: la mía.

La verdad es que yo traté de impedirlo. Mi hermana Poli había tenido un pato hace muchos años y yo sabía que cuando crecen atacan a la gente, caminan de noche por casa produciendo un sonido siniestro con sus pies membranosos y húmedos, y deshacerse de ellos no es tarea fácil. También es cierto que al pato los pawnees lo veneran como guía infalible, pues, creen, conoce los caminos del cielo, el agua y la tierra. Allá ellos, los pawnees. En el caso de Donald, que así se llamaba el pato de mi hermana, hubo de degollarlo, zas, por sorpresa, sin mediar palabra -pues era tremendamente desconfiado-, Laura, nuestra cocinera gallega. Lo ultimó mientras el bicho miraba la tele, concretamente Los Chiripitifláuticos, único momento del día en que bajaba la guardia.

La vida es capaz de unir en Vic los destinos de un pato, un viejo cornetín y un amante de las cargas de caballería

En fin, había mercado en Vic el otro día y yo me las prometía muy felices porque en el puesto de animales ya no quedaban patos, así que podía escaquearme de la promesa de regalarle uno a mi hija pequeña. Puse cara de pena y deploré hipócritamente la circunstancia. Entonces la vendedora, la muy bruja, indicó una sucia cesta y señaló no menos teatralmente que estábamos de suerte, vaya, pues precisamente le quedaba un patito. Lo que apareció al levantar la tapa fue el pato más feo, desplumado y antipático que quepa imaginar. A mí me recordó enseguida, con esos altivos ojos azules, a Heydrich, el criminal Reichsprotektor de Bohemia y Moravia. Por supuesto mi hija lo encontró monísimo. Tiemblo sólo de pensar lo que la vida me puede deparar de yerno. Yo traté de que no me colocaran aquel bicho áspero y apestoso que además estaba tan lejos de la condición de 'patito' como yo de la primera comunión, pues hasta le brotaba ya el plumaje de adulto y para mí que era capaz de llevar una vida sexual muy activa. Pero la adopción era ya irremediable. 'Siempre podrá ponerlo en la cazuela', me musitó con sorna la vendedora mientras introducía al pato en una caja tan pequeña que las extremidades palmeadas le colgaban fuera.

Mientras el resto de la familia se dedicaba tan ricamente a seguir sus compras, el pato y yo nos quedamos solos en la Plaza Mayor de Vic; medité sobre la simbólica relación del pato con el destino, apuntada por Cirlot, y que se expresa tan profundamente en el Juego de la Oca. Me daba corte cargar con la extraña caja con patas, pero me reconforté pensando que en el interior de la misma se debía estar peor. Aproveché para acercarme a un puesto de antigüedades y fisgonear un poco. Y entonces -la vida tiene estas compensaciones-, di con un verdadero tesoro: una corneta que para sí hubiera querido el recién traspasado Troy Donahue cuando militaba de teniente yanqui en A distant trumpet y le daba lustre a la mujer del capitán. Siempre había soñado con tener una corneta, pero esta superaba todas mis expectativas. Era exacta a la que llevaba en Balaclava Billy Britten, del 17 de Lanceros, el malogrado trompeta oficial en la carga de la Brigada Ligera. Pagué una pequeña fortuna por ella al sagaz vendedor y observé extasiado un escudo en el instrumento, una especie de gato erizado con el motto 'Fidelis et paratus', una corona y la inscripción 'Ontario Regiment'. Mientras me preguntaba temblando de emoción qué diablos hacía en un tenderete de Vic la corneta del viejo regimiento canadiense que luchó contra los Meti de Louis Riel en Saskatchewan, contra los bóers en Vaalkrans y contra los nazis en Cassino y Arnhem, observé con el rabillo del ojo como la caja del pato, que había dejado en el suelo, tomaba las de Villadiego. Salí tras ella, la atrapé y le pegué una bronca de aquí te espero, para desconcierto de los transeúntes.

Ya en casa, en el Montseny, dispuse para el pato un espacio en la terraza acotado con una tumbona y dos bombonas de butano, un hogar sencillo pero honesto que el ingrato anseriforme pronto convirtió en algo similar al campamento de Alarico. Traté de olvidar a Ducky, pero pasábamos muchos ratos solos, él en sus cosas patunas y yo tratando, infructuosamente, de arrancar algún sonido a la corneta. Los días se amontonaron sobre los días. Y, con el final de agosto, llegó el momento que yo sabía que tenía que llegar. El momento de deshacerse del pato. Obviamente no lo podíamos llevar al piso de Barcelona y las niñas descartaron comérnoslo con un mohín de horror que me pareció más fingido que sincero. La señora Pi, a la que le habíamos colocado con anterioridad pollos y conejos a granel, no estaba por la labor, pues un zorro había dado cuenta de todos sus patos y uno nuevo, dijo, le traería malos recuerdos. Pensé en pedirle la dirección del zorro. Un amigo, Oriol, me sugirió bajar nuestro pato a la ciudad y soltarlo en el Parque de la Ciutadella, como, por lo visto, hace todo el mundo. Pero me advirtió que la Guardia Urbana ahora está ojo avizor, pues los patos ya llegan hasta el Parlament, y no es plan. Así que decidí dejarme de rodeos y abandonarlo en el bosque, lo que me pareció una pertinente forma de fusionar El patito feo con Hansel y Gretel. Lo metí en la caja original -ahora sobresalía pato por todos lados- y me lo llevé en la bici. Llegamos junto al río -yo vigilando que el bicho no tirara miguitas para volver, ja- y lo dejé sobre una piedra. Debo decir en su favor que no trató de ablandarme y que en todo momento mantuvo su postura arrogante. Mientras me marchaba, presa de un súbito impulso, me llevé a los labios la corneta, que llevaba en bandolera, y soplé como despedida -con un punto de pitorreo-. Intenté tocar 'a botasilla', pero lo que surgió fue un frustrante gañido semejante a la voz de cortejo de la cerceta aliazul. Ducky pareció atragantarse, se agitó y... contestó. Volví a tocar y vino corriendo hacia mí, trompeteando a su vez. Eché a andar y el pato me siguió con la devoción de un ganso tras Konrad Lorentz.

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Finalmente, he hallado un lugar adecuado para Ducky. Una masia en la que dispone de un espacioso corral con agua fresca y vistas. No puedo garantizar su futuro, menos aún si sigue engordando. Pero cuando le llegue el momento, yo sabré oír su postrer canto y, desde la distancia, lo acompañaré. Estoy aprendiendo un sentido toque de silencio, tipo De aquí a la eternidad. De colega a colega.

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