Columna

Francia, en vanguardia

La vida política ha recuperado el pulso en Francia, lo que conforta la posición de quienes luchamos por restaurar los cimientos ciudadanos de lo político. Para ello, las elecciones presidenciales y parlamentarias francesas de la próxima primavera, escapando al habitual destino de sectarismo e insignificancia que caracteriza las contiendas electorales democráticas desde hace bastantes años, serán una buena oportunidad de recuperar el debate político y de devolver a Francia su función movilizadora de ideas y de experiencias. Porque estamos ya en precampaña y las armas se están afilando, no sólo ...

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La vida política ha recuperado el pulso en Francia, lo que conforta la posición de quienes luchamos por restaurar los cimientos ciudadanos de lo político. Para ello, las elecciones presidenciales y parlamentarias francesas de la próxima primavera, escapando al habitual destino de sectarismo e insignificancia que caracteriza las contiendas electorales democráticas desde hace bastantes años, serán una buena oportunidad de recuperar el debate político y de devolver a Francia su función movilizadora de ideas y de experiencias. Porque estamos ya en precampaña y las armas se están afilando, no sólo contra el pedernal de la descalificación obsesiva del adversario, como es usual, sino, sobre todo, en la toma de posición respecto de los grandes problemas de la sociedad francesa, que, obviamente, coinciden con los grandes temas de la actualidad europea y mundial. La violencia social, especialmente juvenil y escolar, con las posibles respuestas en seguridad y educación; el terrorismo político de la mano de las afirmaciones regionalistas/nacionalistas y su deslegitimación y control; la creación de puestos de trabajo mediante la reducción de la jornada laboral -la implantación de las 35 horas semanales se ha traducido en más de 500.000 nuevos puestos-; las nuevas fases de la construcción europea con la ampliación a los países del Este y el posible destino del Estado-nación, en la perspectiva de la futura constitución europea; y, de manera especial, la problemática mundialización-antimundialización, que Lionel Jorpin ha puesto estentóreamente sobre la mesa al asegurar que apoyará la posición de la presidencia belga en el Consejo de Ministros de la Unión Europea y en el Consejo Europeo, para intentar establecer en Europa una fiscalidad de las operaciones especulativas financieras en materia de cambio de monedas. Con lo que este asunto se ha convertido en cuestión política central. Y así, en todos los seminarios con que los partidos y las grandes organizaciones sociales acaban de abrir el curso político en Francia -seminarios que los franceses llaman abusivamente universidades de verano- el tema por antonomasia ha sido la mundialización. La que mayor resonancia y visibilidad ha alcanzado ha sido la celebrada en Arles del 24 al 28 de agosto por ATTAC (la asociación líder en Francia de la oposición a la globalización financiera, promovida por el neoliberalismo conservador), de la que han dado amplia información los medios de comunicación de Francia.

También durante los últimos días ha tenido lugar en las páginas de Le Monde una viva polémica sobre la misma temática, en la que Alain Minc, economista liberal y presidente de una sociedad de consejo en negocios, ha reiterado en su artículo 'La mundialización feliz: persisto y firmo' la posición que ya había expuesto en 1997 de que, por una parte, al querer destruir las instancias de regulación existentes se acelera el desorden de los mercados y, por otra, se usurpa la titularidad de los países del Tercer Mundo al querer hablar en su nombre a la par que se intenta imponer la tasa Tobin, inaplicable y de eficacia discutible. Bernard Cassen, presidente de ATTAC y director general de Le Monde Diplomatique, le contesta en 'La mundialización no es un hecho feliz' que no se trata de suprimir la regulación, sino de cambiar sus contenidos, sus modalidades y sus destinatarios, que por lo que toca a los países en desarrollo, la contestación antimundializadora es en ellos mucho más amplia y enérgica que en los occidental-desarrollados, y que la tasa Tobin no es sino uno de los componentes de un dispositivo para estabilizar los mercados cambiarios, que además ayudará a allegar recursos para los países del sur cada día más necesitados de ayudas. Finalmente, Daniel Cohen, profesor de economía, de ideología más bien socialdemocrática, prefiere situarse por encima de ambas opciones, aunque alineándose en dos de las tesis capitales de los antimundialistas: la necesidad de modificar la dominación financiera sobre la economía real y la urgencia de alcanzar el mínimo del 0,7% del PIB de ayuda pública al desarrollo, fijado por Naciones Unidas, y del que cada día estamos más lejos. Este ruidoso debate interviene, por lo demás, en un país en el que, según una encuesta de Le Monde, sólo el 1% piensa que la mundialización actual es buena para todos, frente al 47% y al 55%, que manifiestan que sólo favorece a los mercados financieros y a las multinacionales, respectivamente. Todo esto sucede en Francia, hoy gran pilar del crecimiento de la Unión Europea, con una ejemplar economía solidaria que alcanza ya el 9% del PIB y que hace compatible esa espléndida vitalidad colectiva con la decadente pornografía sutil y provocativa de su último escritor fetiche, Michel Houellebecq.

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