Columna

Nueva época

Me pongo a mirar cómo derriban el hotel de principios del siglo pasado y dejan la cúpula de color plata y la fachada, una especie de encaje sostenido por grapas y andamios, en Puerta Real. Yo miro desde la calle San Antón, miro el derribo y a otro que mira, igual que yo estoy mirando: un hombre sin prisa, con algo de apesadumbrado y demencial, con mirada de loco, o así me mira, y probablemente piensa que así lo miro yo. ¿Qué hace ese hombre mirándome? Los mirones de las obras callejeras tienen un resto de infantilismo: como si miraran al prestidigitador que destroza un reloj antes de devolvérs...

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Me pongo a mirar cómo derriban el hotel de principios del siglo pasado y dejan la cúpula de color plata y la fachada, una especie de encaje sostenido por grapas y andamios, en Puerta Real. Yo miro desde la calle San Antón, miro el derribo y a otro que mira, igual que yo estoy mirando: un hombre sin prisa, con algo de apesadumbrado y demencial, con mirada de loco, o así me mira, y probablemente piensa que así lo miro yo. ¿Qué hace ese hombre mirándome? Los mirones de las obras callejeras tienen un resto de infantilismo: como si miraran al prestidigitador que destroza un reloj antes de devolvérselo nuevo a su dueño.

No se ven albañiles en las ruinas del Hotel Victoria, sólo una máquina recogedora de escombros y un camión de basura, y el mundo interior del hotel derrumbado, sin las paredes que protegían sus secretos, la jerarquía social de sus habitaciones, los salones pintados de color vino, igual que la fachada del Cine Aliatar, enfrente, y los cuartuchos blanqueados del último piso y los sótanos. Ahora se ve que las sólidas columnas dóricas eran falsas y estaban huecas, y que, bajo la templada comodidad del salón, latía amenazadoramente la caldera gigante que calentaba el edificio. Un hotel se parece a una representación teatral, como la vida. Es el arte de aparentar con verdad.

Hotel Victoria se llamó el hotel, en Granada: ahora lo miro como fue, aquí, en un grabado de Rafael Torres, en Puerta Real, entre Recogidas y Reyes Católicos, donde las tiendas de las marcas. Oigo que la moda de las marcas está a punto de pasar, como el viejo Hotel Victoria: la gran conmoción política del futuro será la lucha contra las marcas, citaba hace dos días Juan José Millás el ensayo de Naomi Klein, No logo (Contra las marcas, podría ser una traducción de ese título), recordado también por Barbara Pallombelli en un periódico de Milán, donde leo (sin moverme de la calle Recogidas) que la rebelión contra las marcas es la rebelión contra la globalización.

El mundo global admite distintas temporalidades a la vez (como estas ruinas del Hotel Victoria, en las que reconozco distintos tiempos de pintura, de decoración, de alicatados): el capitalismo global consiste en ponerles marcas carísimas y exclusivas, del siglo XXI, a productos baratos fabricados en serie en países predecimonónicos, sin sindicatos ni derechos sociales, es decir, países que anuncian el futuro. Pallombelli prevé una nueva sensatez sin marcas, un nuevo estilo de vida, una nueva sobriedad. Está muy bien. Pero, mientras miro la demolición del Hotel Victoria, pienso en los primeros años setenta y en la moda pobre de los harapos hippies, premonición del tiempo que llegaba, con la crisis del petróleo y el crecimiento anestesiante del paro y la desesperanza: los días en que todos sustituimos los zapatos por zapatillas de deporte que acabaron costando más que unos zapatos. La nueva moda sobria, la renuncia al exhibicionismo de las marcas de lujo y la serenidad exaltada que da el dinero, ¿significa que se aproximan tiempos de penuria? Aquí tenía un sentido la mascarada de las marcas, la ilusión de una vida de calidad, por fin, certificada, aunque fuera un poco falsa.

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