SEMANA GRANDE

Alborozos pirotécnicos

Puede que los fuegos sin la fiesta fueran otra cosa -por ejemplo, forestales-, pero la fiesta no sería nada sin los fuegos. A eso de las diez y media, el gentío aprieta el paso hacia la emblemática barandilla de la Concha. Sólo que los buscadores de buen sitio hace ya mucho que se la han apropiado, junto con la playa. Quien crea que ya tiene ganada la posición, pero deja un resquicio para no amontonar ni sentirse amontonado, comete un craso error porque vendrá otro y se pondrá delante sin que le importe la de cabeza o la de caspa que ofrecerá a quien sólo quería ver los fuegos. Pero no será el...

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Puede que los fuegos sin la fiesta fueran otra cosa -por ejemplo, forestales-, pero la fiesta no sería nada sin los fuegos. A eso de las diez y media, el gentío aprieta el paso hacia la emblemática barandilla de la Concha. Sólo que los buscadores de buen sitio hace ya mucho que se la han apropiado, junto con la playa. Quien crea que ya tiene ganada la posición, pero deja un resquicio para no amontonar ni sentirse amontonado, comete un craso error porque vendrá otro y se pondrá delante sin que le importe la de cabeza o la de caspa que ofrecerá a quien sólo quería ver los fuegos. Pero no será el único obstáculo. Cuando estalla el primer cohete, los niños subirán raudos a los hombros de sus padres para llenar el cielo con sus ruidos y movimientos como si de más tracas se tratara pese a que muchos las tengan por matracas o, cuando menos, por persianas del cielo. A poco, son los crisantemos, las medusas, las bombas, las bombillas y los bombones, las lágrimas y el dedo de ET, los silbidos, explosiones y ruidos de fritura: una bóveda de ruido y fuego cubre y engalana la bahía.

Resulta difícil explicarse tan universal aceptación del fuego hecho artificio por parte del donostiarra. La sociología podría argüir que los fuegos permiten incluso opinar, porque uno se cree enseguida experto amén de que le ampara la noche. Las crónicas antiguas hablan de un tal Josepe que ya dijo allá por el XIX que el hombre donostiarra se merecía ser por dentro un cañón de carabina porque le resultaría muy fácil limpiarse con una baqueta, con lo que ya aparece ahí cierta predisposición a la pólvora que explicaría muchas cosas. No estaría de sobra recordar las teorías del Aita Barandiarán sobre que tenemos como pueblo un ángulo especial de inserción del espinazo en el cráneo y que, se me ocurre, podría facilitar el pliegue de la nuca posibilitando que se pueda permanecer mucho tiempo mirando al cielo sin experimentar fatiga. Si a ello le añadimos la fugacidad -que no viene de fuego ni escapismo, sino de mecha-, la igualdad y la fraternidad, está todo dicho.

Resulta un poco raro que siendo el eje de la fiesta, todavía no se le haya ocurrido a nadie poner más fuegos. De hecho, debería haberlos desde que amanece. Que nadie pierda el tiempo mencionando que estaría la luz del sol porque, para empezar no suele estar casi nunca y, luego, se arreglaba con la utilización de cohetes negros y grises porque el ruido podría seguir siendo el mismo. ¿Acaso cabe imaginar un espectáculo más bello que la bahía a pleno sol reducida de repente a tinieblas por una bomba japonesa o, como quien dice, chipironesa por aquello de su tinta? Lo que pasa es que la pereza y el conformismo están arrinconando al buen juicio. A nada que se pusieran a trabajar en ello todos los parques tecnológicos de la ciudad con su alcalde a la cabeza acabábamos convertidos no en una frente despejada como pensarán los maliciosos, sino en el primer lugar del mundo consagrado al fuego. Si el Etna lo permite, claro.

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