Columna

Verano delictivo

Lo animado que viene el periódico este mes de agosto: cada día un par de páginas sobre Gescartera. Incluso la estrella marbellí, que luce con especial fulgor en estas fechas, ha tenido que redoblar sus esfuerzos para mantener el tipo informativo. Uno no sabe por qué se habrán robado, de los juzgados de Marbella, ciertos expedientes judiciales, pero acaso se trate de una movilización general de la jet mediterránea ante los éxitos con que Camacho, ese vulgar advenedizo, copaba las primeras páginas.

Este verano informativo parece patrocinado por la filosofía de fondo que gobernaba G...

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Lo animado que viene el periódico este mes de agosto: cada día un par de páginas sobre Gescartera. Incluso la estrella marbellí, que luce con especial fulgor en estas fechas, ha tenido que redoblar sus esfuerzos para mantener el tipo informativo. Uno no sabe por qué se habrán robado, de los juzgados de Marbella, ciertos expedientes judiciales, pero acaso se trate de una movilización general de la jet mediterránea ante los éxitos con que Camacho, ese vulgar advenedizo, copaba las primeras páginas.

Este verano informativo parece patrocinado por la filosofía de fondo que gobernaba Gescartera, y ciertamente hay que reconocer que el delito (los delitos) nos tienen distraídos. En otras circunstancias, la Marbella de jeques árabes, mafiosos rusos y duquesas acartonadas por el sol y por la edad habría invadido los periódicos con fiestas más bien aburridas. Este año, en cambio, el delito no parece dispuesto a darnos tregua. Ahí está una de las hermanas Koplowitz (nunca me acuerdo de su nombre: en fin, la menos guapa) que ha perdido lo mejor de su patrimonio a manos de algún desaprensivo. Por supuesto que desde estas páginas denunciamos tan protervo atentado a la propiedad privada, pero hay que reconocer que, incluso entre las víctimas del crimen, sigue habiendo clases: si entran en casa de la Koplowitz le roban un Goya, pero si entran en la tuya se llevan la tostadora, porque las litografías que has colgado en la sala no valen un pimiento.

Es la eterna dialéctica de la lucha de clases: tú preocupado en la playa, cada vez que vas al agua, para que nadie te afane la toalla y el reloj de propaganda que has dejado sobre ella, y unos metros más allá un tipo a punto de ahogarse debido al peso de las cadenas de oro que luce al cuello. Y no es sólo la propiedad la que marca las distancias, también la geografía: sí estás en el agua es porque has bajado a la playa, pero el tipo ése de las cadenas, ahora tan cerca de ti, se ha zambullido desde su yate fondeado en la bahía. Cuando él vuelva a la nave podrá mirarte desde arriba, al tiempo que se seca con la toalla y acepta un vermú del grumete, mientras que tú te das la vuelta y chapoteas esforzadamente en dirección a la orilla pública.

El delito tiene clases también entre sus víctimas. Es curioso; en el caso Gescartera, sólo se les ha quedado cara de tonto a tres grandes colectivos: el sector público, la iglesia y los pequeños inversores. Los huérfanos de la Guardia Civil (la sempiterna mutualidad a la que siempre dan por saco, como pasó también en el caso Roldán), un convento de monjitas de clausura, una organización no gubernamental... en fin, toda una serie de colectivos dedicados a las buenas obras. Y junto a ellos, por supuesto, muchísimos pequeños ahorradores (viudas, jubilados, oficinistas), que habían decidido poner sus pesetitas en manos del competente prestidigitador Camacho, aunque en vez de multiplicarlas, como era su obligación, jugara a hacerlas desaparecer.

Con el dinero público y con el dinero de los pobres parece que todo es posible. Quizás porque el primero se maneja con desidia y el segundo con supina ignorancia. El caso es que estos tremendos fraudes financieros nunca afectan a las vacas sagradas: nunca es alguien como Ciudadano Gil el que pierde cien millones en un chiringuito financiero, son sólo pequeños ahorradores u obispos despistados.

En el caso Gescartera tendría gracia contrastar si entre los implicados (desde los gestores de la cosa hasta los indulgentes capitostes de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, pasando por Ramallo, el implacable inquisidor de braguitas compradas con dinero público, pero que acepta como dádivas relojes de dos kilos) había alguno con su propio dinero invertido en tan competente entidad. Seguro que no. Imposible a todas luces. Son contradicciones que me recuerdan a cierta clase de políticos del paisito, que apuestan de firme por la enseñanza en euskera, pero que mandan a sus hijos al colegio inglés. Consejos vendo, pero para mí no tengo.

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Verano de delitos, en el fondo y en la forma. Está siendo un verano criminal.

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