Columna

De confianza

La sentencia del caso PSV nos ha traído el recuerdo del comienzos de los noventa, aquellos años, vísperas de la Expo y de los Juegos de Barcelona, en que valía cualquier despropósito siempre que fuera suficientemente caro.

Observándolo en frío, el escándalo de la PSV resultaba previsible. Se intentó levantar de la noche a la mañana un modelo de sindicato de servicios que en países como Alemania ha costado construir -si no nos remitimos a precedentes remotos- al menos medio siglo. A la vez, se puso en marcha el más ambicioso proyecto de vivienda social que se convirtió, además, en...

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La sentencia del caso PSV nos ha traído el recuerdo del comienzos de los noventa, aquellos años, vísperas de la Expo y de los Juegos de Barcelona, en que valía cualquier despropósito siempre que fuera suficientemente caro.

Observándolo en frío, el escándalo de la PSV resultaba previsible. Se intentó levantar de la noche a la mañana un modelo de sindicato de servicios que en países como Alemania ha costado construir -si no nos remitimos a precedentes remotos- al menos medio siglo. A la vez, se puso en marcha el más ambicioso proyecto de vivienda social que se convirtió, además, en la principal inmobiliaria del país. A la cabeza de todo ello se puso Carlos Sotos, un hombre sin experiencia empresarial ni el más mínimo respaldo académico. Sotos no tenía más bagaje que ese desparpajo que le hizo pasar de la fontanería a un modesto empleo de auxiliar administrativo y de ahí a la política municipal, de la que aprovecharía sus contactos para iniciar sus primeros negocios inmobiliarios. El perfil de los que acompañaban a Sotos era similar. En IGS y PSV no se reparaba en gastos, pero se puso la gestión en manos de novicios.

Lo malo es que ese mismo espíritu que confunde lo innovador con la ignorancia sigue vivo en la política de nuestros días. A comienzos de la transición existía desde la izquierda cierta desconfianza por la meritocracia, que era identificada con el franquismo. Eso explica el desembarco de francotiradores autodidactas -algunos, simples oportunistas- que coparon muchos puestos de confianza.

Ahora, más de un cuarto de siglo después de la muerte de Franco, no se entiende bien que siga viva la misma desconfianza y que ésta se haya extendido a la derecha. En Andalucía tenemos dos ejemplos notables de autodidactas sin barreras: la ministra de Sanidad, Celia Villalobos, y el portavoz del PP en el Parlamento andaluz, Antonio Sanz, que aún no ha sido capaz de acabar la carrera de Derecho.

Pero es quizá en el Gobierno andaluz en donde se pueden encontrar más casos. En Almería es delegado de Justicia un cartero que tiene tan escasa confianza en el sistema judicial que ha llegado a hacer declaraciones calificando de 'linchamiento' una sentencia del Supremo, tribunal que, según él, ha llegado a actuar 'con nocturnidad y alevosía'.

En Málaga -hasta que admitieron contra él una querella por prevaricación, malversación, falsedad y nombramiento ilegal-, tuvimos un delegado de Nuevas Tecnologías que era trompetista y, como es sabido, el consejero del ramo es maestro y entrenador de fútbol.

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En estos casos se suele decir que estos cargos cuentan con la 'confianza política', de lo que se deduciría que, al menos en el campo de las nuevas tecnologías, no hay nadie de confianza. Probablemente sea cierto. Quizá el saber suscite recelos: quien tiene conocimientos y una vida profesional propia podría ser menos dócil porque sabe que el cese no le condenaría al paro. Pero no hay que fiarse: la pareja Beneroso & Benjumea ha demostrado que esta precaución carece de fundamento.

Si de verdad se quiere modernizar Andalucía, quizá merezca la pena revisar la política de personal antes de poner patas arriba el Estatuto.

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