Tribuna:

La religión de Wimbledon

Todas las mañanas, en el apartamento que hace años alquilo en Church Road, me despierta el murmullo de la cola de espectadores. En el duermevela me doy cuenta de que estoy en Wimbledon y de que soy feliz. Abro las ventanas y veo delante de mi a decenas y decenas de aficionados, algunos de los cuales han comenzado su espera religiosa la tarde anterior. Son los que tienen más posibilidades de comprar una de las 1.500 entradas que el All England Lawn Tennis and Crocket Club pone diariamente a la venta. ¡Mil quinientas!, exclamará el profano. ¿Por qué tan pocas? Las otras 40.000, de hecho, están t...

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Todas las mañanas, en el apartamento que hace años alquilo en Church Road, me despierta el murmullo de la cola de espectadores. En el duermevela me doy cuenta de que estoy en Wimbledon y de que soy feliz. Abro las ventanas y veo delante de mi a decenas y decenas de aficionados, algunos de los cuales han comenzado su espera religiosa la tarde anterior. Son los que tienen más posibilidades de comprar una de las 1.500 entradas que el All England Lawn Tennis and Crocket Club pone diariamente a la venta. ¡Mil quinientas!, exclamará el profano. ¿Por qué tan pocas? Las otras 40.000, de hecho, están todas vendidas desde febrero. Y no sólo vendidas. Para obtener un par de entradas primero hace falta solicitar el formulario y obtenerlo, expedir un cheque, y esperar que haya suerte en el sorteo. Si se es afortunado, se obtiene el par de entradas numeradas para uno de los 13 días del torneo. De no ser así, como sucede en nueve de cada diez casos, se le devolverá su cheque junto con una amable nota dándole ánimos.

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A quien no sea un auténtico converso de esta religión de nuestro tiempo, la dificultad de acceso le podrá parecer excesiva. Pero entrar en Wimbledon no sólo significa encontrarse dentro de un enorme club de tenis, sino encontrarse bien metido en la historia, y no sólo en la del deporte. Si se les ocurre ponerse a la cola (no lo hagan después de las siete de la mañana; será demasiado tarde) observarán a unos señores muy guapos con chaqueta azul y el cabello de paja sujeto con una cinta morada y verde. Pensarán seguramente que para ser revisores, acomodadores, son muy elegantes. En realidad estos guapos señores son acomodadores, pero al mismo tiempo son otra cosa. Son, por decirlo así, catecúmenos, aspirantes a obtener la condición plena de miembros del All England, a entrar en la élite de los 375 privilegiados. Para conseguirlo, deben dedicar todos los años dos semanas de su vida a ocupaciones de todo tipo, las más humildes; y que quede bien entendido que es gratuitamente.

No sólo es largo el camino hasta Tipperary. Igual de larga, de hecho, es la vía que lleva a ser miembro de pleno derecho. Cuando yo era un jovencísimo ex-tenista de 26 años, El Giorno tuvo la amabilidad de enviarme a aprender el oficio a Fleet Street; fui invitado a jugar en estas pistas que ya habían albergado mi gesta nada inolvidable durante el torneo. Jugué, no muy mal para un tenista de club y después pregunté si podía rellenar un formulario para la admisión.

Recuerdo aún el silencio que siguió a semejante planteamiento, incauto e incluso ultrajante. Para reponerme intenté evocar la imagen de Oscar Wilde, de George Bernard Shaw, y de Noel Coward. Pensé en sus extraordinarias meteduras de pata, en su caso voluntarias, benditos sean. El más benévolo de los presentes me hizo notar que la lista de espera podía durar años y años. En algún caso, una vida.

Mientras salíamos del Club en coche, mi anfitrión, un tenista inglés de Copa Davis, pero también de noble cuna, me contó una anécdota instructiva: érase una vez, en Londres, un marajá dueño de un gran estado hindú, el doble que Escocia. Vivía en una suntuosa mansión perteneciente a un Lord, y agasajaba con frecuencia con una abundancia de medios subrayada por su vajilla de plata y su cubertería de oro. Gran apasionado del tenis (en su reino había tenido un territorio muy amplio con pistas) comenzó a frecuentar el All England Club gracias a las invitaciones de los socios. Dado que jugaba pasablemente, los dirigentes decidieron que tenía alguna de las cualidades necesarias para ser un buen acomodador, en uno de aquellos catecúmenos, de aquellos miembros a prueba, de los que hablaba antes. Y así el Marajá empezó a ofrecer todos los años sus modestos servicios de colaborador, guió a turistas, suplicó a los campistas que no ensuciasen la calle, llamó al orden a los jovenzuelos que saltaban la tapia. Y todo ello con los modales exquisitos de un soberano privado de su soberanía, pero no de su delicadeza de trato.

Pasó un año, y pasó otro. El Marajá frecuentaba ahora el All England casi todos los días, jugaba solo, jugaba dobles, e incluso dobles mixtos. Mas la consagración de la Full Membership, el ser socio de pleno derecho, no llegaba. Pero vamos a ver, ¿no podía pedirla? No. El Marajá no podía doblegarse a pedir una cosa semejante a los ingleses, por añadidura en su mayor parte plebeyos.

Nuestro Marajá decaía. Estaba envejeciendo y un médico amigo suyo, que sí era, afortunado él, Full Member, esparció la noticia: que no estaba del todo bien. Quizá, hizo saber el buen doctor, no sería un error concederle al final el estatus tan ambicionado, y que tanto había merecido. Mas no sucedió nada. Hasta que, el primer día de una de las ediciones del torneo, el Marajá no asistió. Su ausencia provocó sorpresa, curiosidad y una cierta aprensión. A la llamada telefónica del Club el mayordomo respondió con lágrimas que el Marajá yacía sin conocimiento velado por sus familiares. Ante la noticia, los dirigentes del All England decidieron convocar un consejo extraordinario. Y con una decisión insólita y por unanimidad, le otorgaron al Marajá la condición de miembro de pleno derecho deseando que este honor no fuera sólo a su memoria y que el enfermo pudiera recibirla con un vislumbre de conciencia.

No había pasado una semana, cuando, en medio de una bella tarde de lluvia, se pudo ver aparecer al Marajá en el sagrado recinto del club, acompañado de un fiel sirviente que le protegía el turbante con el paraguas. Sonriente, vivaz, elegantísimo con su corbata a rayas moradas y verdes, con la cinta morada y verde sujeta en la solapa de la gabardina. Liberado de su empleo pasado de acomodador se sentó en la tribuna especial del Centre Court, alabó los toldos, se trasladó a la Members Enclosure (zona de socios) para ofrecer a los otros socios una botella de Veuve Cliquot. ¿Una sutil alusión a la viuda que faltaba? No lo sabremos jamás. Claro que esta es una vieja historia, casi tanto como el Marajá, que ahora sí está verdaderamente muerto. Enterrado, of course, con la corbata verde y morada al cuello.

Gianni Clerici es periodista de La Repubblica.

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