Tribuna:

El multiculturalismo imposible

Hace cosa de mes y medio, Sartori vino a hablarnos sobre multiculturalismo. Desató una polémica considerable y tomó de nuevo el camino de Italia, o dondequiera que haya sentado últimamente sus reales. Y ya está, no hemos insistido mucho más en el asunto. Pero el fruto sigue en el árbol, y podrían comérselo los grajos si no lo cosechamos. Así que empuño la vara y azoto otra vez la fronda. En esencia, tengo dos mensajes que comunicarles. Para hacer boca, y calentar motores, empiezo por el más obvio, y por obvio, menos interesante.

Cabe interpretar el multiculturalismo desde dos ángulos: o...

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Hace cosa de mes y medio, Sartori vino a hablarnos sobre multiculturalismo. Desató una polémica considerable y tomó de nuevo el camino de Italia, o dondequiera que haya sentado últimamente sus reales. Y ya está, no hemos insistido mucho más en el asunto. Pero el fruto sigue en el árbol, y podrían comérselo los grajos si no lo cosechamos. Así que empuño la vara y azoto otra vez la fronda. En esencia, tengo dos mensajes que comunicarles. Para hacer boca, y calentar motores, empiezo por el más obvio, y por obvio, menos interesante.

Cabe interpretar el multiculturalismo desde dos ángulos: o como la afirmación genérica de que cada cultura es valiosa a su manera o bien como la tesis, mucho más precisa, de que las democracias liberales están capacitadas para alojar en su interior un popurrí de culturas indefinidamente diversas. Lo primero es cierto, o al menos no es demostrablemente falso. Pero lo segundo es insostenible. La ablación del clítoris, por ejemplo, o la quema de viudas son dos prácticas culturales inasumibles en una democracia. Por el instante, nos movemos en el terreno de las verdades gedeónicas. Se ha señalado menos, sin embargo, que la multiplicidad de opciones y el derecho a la discrepancia, dos glorias ínsitas a la democracia, presuponen, para ser viables, una comunidad de puntos de vista nada desdeñable. La democracia, en efecto, intenta conciliar dos principios distintos: la libertad y la regla de la mayoría. Estos valores pueden entrar en conflicto, o, hablando en plata, la mayoría puede oprimir a las minorías, o las minorías aliarse hasta tejer una mayoría inédita que oprima a la mayoría antigua. La dificultad se ha resuelto históricamente mediante una serie de expedientes: derechos individuales, separación de poderes, alternancia en el gobierno, etcétera. Aun con todo, una democracia será tanto más estable cuanto menor el número de cosas importantes que los muchos se encuentren en grado de imponer a los provisionalmente pocos. En aquellos casos en que están en juego valores realmente básicos, lo ideal para la democracia es la unanimidad.

El argumento adquiere un sesgo sugestivo si añadimos la dimensión redistributiva, típica de las socialdemocracias. Cuando las transferencias de renta son grandes, el contribuyente aceptará la carga impositiva en proporción directa al sentido o utilidad que para él revistan los bienes que se sufragan con su dinero. Pensemos... en cualquier país europeo. El contribuyente protestará, aunque no echará los pies por alto, si los gastos sirven para montar un servicio sanitario eficaz o combatir la contaminación. Pero ¿qué ocurriría si la acción exactora del Estado estuviera orientada en porcentaje apreciable a la construcción de mezquitas, la subvención de una emisora en suajili o el derecho a x días supletorios de vacaciones para que los adscritos al credo z honren a Dios según lo manda su religión? Parece cantado que el personal se alborotaría un tanto y que crecerían las tensiones antisistema. O que se constituirían grupos de presión con miras a explotar los recursos comunes por vías alternativas. Tal vaticina, me parece que con bastante tino, la Teoría de la Elección Pública. Y tal acaba de reconocer también Charles Taylor en un artículo reciente -'How to be diverse', The Times Literary Supplement, 20 de abril de 2001-: 'Creo que la tendencia hacia la homogeneidad se ha intensificado con el desarrollo de la democracia. (...) Las sociedades libres requieren un grado de cohesión, lealtad voluntaria y apoyo popular que no es necesario en las sociedades autoritarias y despóticas'.

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He citado a Taylor porque es el jefe de los multiculturalistas. Se preguntarán cómo es posible que Taylor piense así y persevere en ser multiculturalista. Una explicación ad hoc es que Taylor no es quizá un filósofo muy serio. Otra es que se halla afectado por el síndrome del falso universalismo. Es un síndrome tonto, aunque ubicuo, y reza como sigue: la democracia está abierta a todos. Pero cada cual concibe el mundo a su modo. En consecuencia, la democracia ha de estar abierta a cualquier modo de concebir el mundo. ¿Cierto? No. El modo democrático de concebir el mundo es singularísimo. Y la democracia no es un supersistema. Es un sistema entre otros, y harto delicado por añadidura. Ello me conduce, por lo derecho, al segundo de mis mensajes.

Lo que más me alarma del discurso multiculturalista al uso no es su tono moralizante, o los denuedos de buena conciencia a que con tanta frecuencia se entregan sus voceros. Lo que más me alarma es que los últimos parecen haber olvidado por completo de dónde venimos. Quiero decir, de dónde vienen las libertades de Occidente. Tomemos La carta sobre la tolerancia de Locke, que es un poco el texto fundacional del pluralismo moderno. Cuando Locke escribió su opúsculo llevaban sacudiéndose la badana durante más de siglo y medio, en su Inglaterra natal, católicos, anglicanos, puritanos y sectarios de toda laya. Pues bien, La carta consiste, sobre todo, en reiterar tres afirmaciones. La primera es que, por ser la fe incoercible, resulta inútil tratar de imponerla por la fuerza. La segunda, que ignoramos los caminos que objetivamente llevan a Dios. Por lo mismo, el magistrado debe abstenerse de intervenir en materia de religión. Restaba un punto sustancial: la relación entre la fe y las obligaciones ciudadanas. ¿Qué hacer si se produce una colisión entre éstas y aquélla?

Locke ató el cabo y completó su trinidad laica creando una cesura, una solución de continuidad, entre la fe y sus consecuencias prácticas. O si prefieren: se propuso una forma de fe que no salpicara al vecino, o, como dicen los economistas, que careciera de externalidades. Ahora, esto se nos antoja de cajón. Pero se nos antoja de cajón porque la larga permanencia en el laicismo nos ha vuelto insensibles a la religión antigua. Hasta bien entrada la Edad Moderna, y aún más allá en los países católicos, existían itinerarios que inexorablemente comunicaban la teología y los sacramentos con la política y la moral pública, y al revés. Les recuerdo... un camino de ida. El principio de la transubstanciación es incomprensible si se hace abstracción del contexto en que se fijó: el del Cuarto Concilio Lateranense, celebrado en 1215. Arreciaba la cruzada contra los cátaros, una secta de inspiración maniquea que fulminaba como demoniaco todo lo atañadero al mundo material, incluida la Iglesia y sus compromisos mundanos, e Inocencio III quiso dejar bien sentado que no toda la materia es despreciable. De hecho, el pan vulgar y el vino vulgar podían convertirse, misteriosamente, en la carne y la sangre de Jesucristo. Se definió la doctrina y se procedió con energía duplicada a la degollina de los cátaros.

¿Un camino de vuelta? Nos lo proporciona la tesis luterana sobre la misa. Para Lutero, la misa no es la renovación del Sacrificio de Cristo, y, por tanto, no integra una operación apta para reproducir, a pequeña escala, el milagro de la Redención. Esto dejó a la Iglesia en situación comparable a la de un Estado al que se niega el derecho a emitir deuda pública. ¿Por qué? Porque la Iglesia había encontrado en las misas para los difuntos, y en el aliviamiento consiguiente de la estancia de éstos en el Purgatorio, una fuente importante de rentas. Los sacramentos eran poder y dinero, y las cuestiones de poder y dinero rebotaban en la economía sacramental. Imputar estas conexiones a mero cinismo sería idiota. Si el cinismo hubiera estado en el origen de todo, las conexiones no habrían llegado siquiera a establecerse. Lo que ocurría es que se creía de otro modo, un modo que no era inocente para la convivencia civil. Al prolongarse insoportablemente las guerras de religión se optó por construir creencias que sí fueran inocentes. Inocentes, lo repito, para la convivencia civil. Este modo distinto de creer, fino como el aire, fue la puerta por la que entró la libertad moderna. La fe se transformó en un asunto personal, opinable, e indiferente en lo que hace al cumplimiento de la ley o a los tratos que mantienen en pie el aparato productivo de una nación.

Al aquietamiento religioso siguió, muchísimo más tarde, el aquietamiento social. El acceso paritario al voto, el Estado benefactor y la circulación rápida desde las capas pobres a las ricas, y al contrario, fueron los nuevos elementos estabilizadores. Ahora todos somos iguales en principio, y todos libres en principio. Pero hemos de ejercer una libertad que no ofenda a los demás. Una libertad boomerang, que se detenga y dé la vuelta antes de herir al vecino. Si nos parásemos a pensar en la cantidad de cosas que, en nombre de esta libertad, optamos voluntariamente por no hacer, nos quedaríamos patidifusos. Por eso, el multiculturalismo es una broma. Si quieren multiculturalismos de verdad, retornen a la Europa pretérita: con sus castas, su Estado débil, su derecho heterogéneo... y sus creencias homicidas.

Álvaro Delgado-Gal es escritor

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