Editorial:

Distintivo amarillo

A alguien con más memoria histórica que la demostrada por la milicia fundamentalista talibán nunca se le habría ocurrido decretar que los no musulmanes deberán llevar en Afganistán un distintivo amarillo que delate su condición. La infame medida, que espera para su entrada en vigor la aprobación del líder supremo, está destinada a unos pocos miles de hindúes, ya que no quedan en el país asiático creyentes de otras religiones en número apreciable. Los afganos afirman que su objetivo es proteger a los portadores de la enseña del celo de la policía religiosa, el grupo de exaltados vigilantes de q...

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A alguien con más memoria histórica que la demostrada por la milicia fundamentalista talibán nunca se le habría ocurrido decretar que los no musulmanes deberán llevar en Afganistán un distintivo amarillo que delate su condición. La infame medida, que espera para su entrada en vigor la aprobación del líder supremo, está destinada a unos pocos miles de hindúes, ya que no quedan en el país asiático creyentes de otras religiones en número apreciable. Los afganos afirman que su objetivo es proteger a los portadores de la enseña del celo de la policía religiosa, el grupo de exaltados vigilantes de que los hombres exhiban barba obligatoria y recen cinco veces al día y las mujeres no salgan de su casa sin velarse de arriba abajo.

El argumento sería cómico de no ser patético. A los hindúes se les suele distinguir perfectamente en Kabul o Jalalabad por sus rostros afeitados, sin necesidad de etiquetas. Los sijs, también de origen indio y destinatarios del edicto religioso, no necesitan otro signo externo de reconocimiento que su inconfundible turbante. Así, la medida pretendida por los islamistas iluminados que gobiernan la mayor parte de Afganistán adquiere su verdadera dimensión de estigma degradante, destinado a hacer más controlables y vulnerables grupos sociales que no comparten su credo excluyente. Un credo que prohíbe actividades tales como escuchar música, ver televisión o jugar a las cartas.

Veinte años de guerra en un escenario de fin del mundo han enclaustrado a Afganistán. Sobre ese caldo de cultivo, y ante el desinterés de las grandes potencias, se ha forjado esa alianza entre fanatismo e ignorancia que ejemplifica el poder talibán. Quizá alguien de la jerarquía afgana, sensible al ultraje internacional, impida todavía la aplicación de la fatwa que coloreará de amarillo a los impuros. Pero no caben demasiadas esperanzas sobre una secta que niega a la mujer los derechos básicos para su desarrollo individual y dinamita momumentos milenarios so capa de idolatría.

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