Columna

El hombre que amaba la escultura

Uno está cansado de traer a estas páginas al concejal Pedro Romero y si, en esta columna, no hubiera de ocuparme de la actualidad más relevante de mi ciudad, les aseguro que este hombre aparecería en ella raramente. Tantas son las ocasiones en que lo ha hecho que temo aburrirles a ustedes si lo traigo una vez más. Pero Romero procura, con los pretextos más diversos, alzarse continuamente en la actualidad. Reconozco que su estrategia le ha proporcionado, al día de hoy, unos resultados extraordinarios. Sin duda alguna, Romero, Pedro Romero, el concejal Romero, es, en estos momentos, una de las p...

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Uno está cansado de traer a estas páginas al concejal Pedro Romero y si, en esta columna, no hubiera de ocuparme de la actualidad más relevante de mi ciudad, les aseguro que este hombre aparecería en ella raramente. Tantas son las ocasiones en que lo ha hecho que temo aburrirles a ustedes si lo traigo una vez más. Pero Romero procura, con los pretextos más diversos, alzarse continuamente en la actualidad. Reconozco que su estrategia le ha proporcionado, al día de hoy, unos resultados extraordinarios. Sin duda alguna, Romero, Pedro Romero, el concejal Romero, es, en estos momentos, una de las personas más conocidas de Alicante y forma ya parte de ese patrimonio pintoresco que todas las ciudades acumulan.

Como concejal de Cultura, Romero desarrolla múltiples actividades, pero su especialidad son las esculturas. Con ellas pasará este hombre a la historia de la ciudad. Desde hace un tiempo, al concejal Romero le ha dado por cubrir Alicante de esculturas. Las ha puesto de todos los tamaños y tendencias: geométricas, minimalistas, figurativas, expresionistas, fundidas en la rotundidad del bronce, soldadas con chapa de acero... Según parece, tiene el propósito colocarlas en todos aquellos lugares donde unos pocos metros cuadrados se lo permitan. De proseguir a este ritmo, Alicante se convertirá en pocos años en una asombrosa exposición de esculturas al aire libre que atraerá la atención de los visitantes. Que esa atracción se produzca como reflejo de una natural curiosidad, me parece inevitable; que se alcance por los méritos artísticos de las obras es más improbable. No diré que todas las esculturas que Romero ha instalado carezcan de valor: eso no lo afirmaría. Pero, sí sostengo que en la mayoría de los casos, éste resulta irrelevante y en alguno que otro, inexistente.

La última decisión de Romero ha encontrado un gran eco popular. Parece ser que el concejal ha decidido adquirir, por 55 millones de pesetas, un grupo escultórico para colocarlo en la Plaza de España, en el centro de la ciudad. Este grupo, de tema taurino y que realizará el artista Ignacio Martín, estará compuesto por cuatro toros, un cabestro y un garrochista, todos ellos modelados a tamaño natural. ¿Cabe alguna duda de que la escultura resultará impresionante y dará un gran empaque a la población? Como afirma un amigo mío, esto sí que es transversalidad, y no lo que mostrarán en la Bienal de Valencia.

Con todo, lo más admirable de esta dedicación de Romero a la escultura es la destreza con la que maneja el dinero de los contribuyentes. En poco más de tres años, Romero ha gastado 160 millones de pesetas con una agilidad y desenvoltura que pone en solfa la extendida idea de la lentitud de la Administración. Todas las compras de estas esculturas -según declaraba recientemente la socialista Sánchez Brufal- las ha llevado a cabo el concejal sin que medien laboriosos procedimientos administrativos, ni estorbos burocráticos: aquí no ha habido necesidad de un concurso público, de una valoración técnica, de una tasación oficial. Todo se ha hecho de un modo directo y efectivo. Y, por lo visto hasta ahora, sin una sola objeción.

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