Tribuna:

Entre Belgrado y La Haya

Cuando visité Belgrado, en mayo del pasado año, Slobodan Milosevic era aún presidente de Yugoslavia. La primera noche en mi ciudad natal, soñé que había matado al dictador y que no sabía qué hacer con su cadáver. La angustia que esa situación me producía era mitigada, no obstante, por algunas certezas: incluso soñando, sabía que vivo en España. Al final, decidí quemar la prueba de mi crimen y huir a Madrid. Me desperté con sentimientos contradictorios. Mi sueño se parecía a los de muchos exilados de Europa del Este de la época comunista, sobre los que había leído bastante en novelas y memorias...

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Cuando visité Belgrado, en mayo del pasado año, Slobodan Milosevic era aún presidente de Yugoslavia. La primera noche en mi ciudad natal, soñé que había matado al dictador y que no sabía qué hacer con su cadáver. La angustia que esa situación me producía era mitigada, no obstante, por algunas certezas: incluso soñando, sabía que vivo en España. Al final, decidí quemar la prueba de mi crimen y huir a Madrid. Me desperté con sentimientos contradictorios. Mi sueño se parecía a los de muchos exilados de Europa del Este de la época comunista, sobre los que había leído bastante en novelas y memorias. Aun así, sentía una especie de alivio que confirmaba lo que ya sabía en la vigilia: que mi odio hacia Milosevic, el que me llevó a abandonar mi país hace diez años, estaba en el origen de fantasías agresivas que mi razón rechazaba. Pero más fuerte aún que el sentimiento de alivio era el de vergüenza, porque aquella fantasía vindicativa contradecía lo que afirmaba habitualmente cuando estaba despierta; es decir, que Milosevic debía ser juzgado de manera civilizada por todos sus desmanes. Lo que más me avergonzaba del sueño era que los medios que escogía en él para liberarme del tirano eran los que la tiranía usaba normalmente contra sus enemigos. Mi subconsciente negaba mis principios éticos, los que me impulsaban a sostener que las democracias no deben utilizar jamás los mismos métodos que las dictaduras. Y la vergüenza se resistía a desaparecer, aunque mi dulce venganza privada quedará limitada al sueño, mientras Milosevic había convertido sus fantasías sádicas en la política que había arrojado mi país a la ruina moral y económica. No cuento mi sueño para ilustrar las teorías psicoanalíticas sobre el retorno de lo reprimido ni para ponderar la impotencia y frustración que hemos sentido los yugoslavos enfrentados a la política etnicista de Milosevic. Lo cuento porque la detención de Milosevic suprime la condición de posibilidad de sueños como el mío. Gracias a la decisión de su actual gobierno, Yugoslavia se convierte por fin en un Estado de Derecho donde la aplicación de la ley es tarea exclusiva de las instituciones democráticas.

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Por ahora, la detención de Milosevic ha demostrado lo que temíamos: que pretendía recuperar el poder mediante un golpe de Estado. Ha producido también la lógica alegría de aquéllas de sus víctimas que aún pueden contarlo. Las de las guerras provocadas por su ambición, sean croatas, musulmanes, albaneses o serbios. Ha demostrado asimismo algo de lo que muchos dudaban: que las nuevas autoridades yugoslavas tenían la intención de cumplir sus promesas electorales y asumir un claro compromiso con los valores democráticos en todos los órdenes de la vida política. Sin embargo, no dejo de preguntarme por qué los EE UU y la Unión Europea no comprenden la resistencia que opone Yugoslavia a la entrega de Milosevic al Tribunal Penal Internacional (TPI). Y no porque Milosevic no merezca ser juzgado en La Haya. Ni mucho menos.

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¿Cree la comunidad internacional que no hay en Yugoslavia gentes que reclaman el castigo de Milosevic por sus crímenes de guerra? ¿Acaso los serbios no poseen la mínima conciencia de quién es y de qué ha hecho el ex presidente yugoslavo en los últimos diez años? En fin, ¿no es la propia sociedad serbia capaz de juzgarlo y condenarlo? El apoyo mayoritario de los serbios a las medidas del Gobierno de Kostunica despeja cualquier duda al respecto. A diferencia de Croacia, que sólo inició sus reformas democráticas tras la desaparición de Franjo Tudjman (enero de 2000), homólogo croata de Milosevic, el pueblo serbio ha conseguido derrotar a éste en unas elecciones que él mismo había amañado para perpetuarse en el poder. La victoria de los partidos de la oposición en octubre de 2000, confirmada dos meses después por aplastante mayoría (76%), así como el proceso político posterior, confirman lo irreversible de las conquistas democráticas del pueblo serbio. La detención de Milosevic es la mejor prueba de ello. Había menos de quinientas personas en Belgrado dispuestas a obstaculizar la acción de la justicia, y, al parecer, ninguna en las otras ciudades del país, lo que es una magnitud ridícula si se compara con el apoyo recibido por la oposición durante el derrocamiento de la dictadura. Las encuestas revelan que más del 60% de la población exige que Milosevic sea juzgado por crímenes de guerra y no sólo por asuntos de corrupción y abusos de poder. Si la mayoría está de acuerdo en que debe responder por aquéllos, el Gobierno yugoslavo tendrá que afrontar decididamente esta cuestión. ¿Por que entonces se rechaza todavía en Yugoslavia la entrega de Milosevic al TPI? Esta resistencia popular no está sólo condicionada por la coincidencia entre las acusaciones del Tribunal de La Haya al ex dictador y los motivos esgrimidos por la OTAN para el bombardeo de Yugoslavia. Tampoco porque la comunidad internacional orillara los conocidos crímenes de Milosevic en Bosnia y Croacia cuando lo convirtió en uno de los protagonistas de los acuerdos de Dayton. Las razones del presente rechazo tienen menos que ver con la desconfianza hacia las instituciones jurídicas internacionales que con el sentido común de lo que debe ser la justicia, una justicia igual para todos. Desgraciadamente el victimismo siempre ha sido un valor en alza en los Balcanes, tanto entre los que han sido víctimas reales de una complicada historia como entre los histriones que, como Milosevic, lo han utilizado para conseguir sus propios fines políticos. El hecho de que su régimen haya producido 200.000 muertos y casi dos millones de desplazados no convence a los serbios de que sólo ellos han sido responsables de las últimas guerras yugoslavas. Difícilmente se podría convencer de esto a los 650.000 civiles serbios expulsados de la Kraina croata, ante la completa pasividad de la comunidad internacional. O a los 130.000 serbios que han huido de Kosovo, porque las tropas de la KFOR no los han protegido de los guerrilleros albaneses. Nadie exigió responsabilidades a Franjo Tudjman por su contribución a la destrucción de Yugoslavia ni por sus limpiezas étnicas en Croacia y Bosnia. Ninguno de los nacionalistas radicales albaneses hasta hora ha sido entregado a TPI. Así piensa ahora una buena parte de los serbios. Quizás el proceso de Milosevic por los tribunales yugoslavos ayude a que reconozcan que la responsabilidad propia en la catástrofe yugoslava no disminuye la ajena.

Mira Milosevich es socióloga serbia autora de Los tristes y los héroes.

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