Columna

Inmigración

No es plato de gusto tener que jugarse la vida por circunstancias extremas, para salvarla, pero aun peor debe ser el momento de saber que se está perdiendo sin remedio entre las olas, con un hijo quizá o algún pariente, divisando la tierra que parece tan cerca a uno y otro lado. Hay quién tiene la suerte de llegar a nuestra orilla y salir corriendo, con su muerte en brazos, a esconderse.

Cuando las cosas nos van medio bien nos resistimos a creer que existen sombras a nuestro alrededor, pero hay que tener abiertos los sentidos para vivir con la plenitud y la madurez que somos capaces de ...

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No es plato de gusto tener que jugarse la vida por circunstancias extremas, para salvarla, pero aun peor debe ser el momento de saber que se está perdiendo sin remedio entre las olas, con un hijo quizá o algún pariente, divisando la tierra que parece tan cerca a uno y otro lado. Hay quién tiene la suerte de llegar a nuestra orilla y salir corriendo, con su muerte en brazos, a esconderse.

Cuando las cosas nos van medio bien nos resistimos a creer que existen sombras a nuestro alrededor, pero hay que tener abiertos los sentidos para vivir con la plenitud y la madurez que somos capaces de alcanzar, como personas autónomas y pensantes. Digo los sentidos porque la realidad no son las cosas que nos rodean ni lo que nos ocurre sino el sentimiento que nos provocan -eso no me lo he inventado yo, lo he leído y creo que es de Hanna Arendt-. Para ser personas hemos de saber lo que queremos, y para saber lo que queremos tenemos que conocer nuestro íntimo sentir que es lo que somos, nuestra verdad y el origen de nuestro pensamiento. Sin trampas y sin miedo. Porque está claro que somos capaces de todo, de impiedad y compasión, de generosidad y avaricia, de deseos sublimes y letales, de comportamientos heroicos y vergonzosos. Y hemos de saberlo.

Las tragedias de las pateras y de los inmigrantes nos llegan a todos a través de los medios y a muchos nos encoge los centros del dolor; ese dolor que le da realidad a la catástrofe y nos debe mover a pensar, a preguntarnos porqué ocurre, cómo conseguir información de lo que no sabemos, las posibles soluciones, cómo nos afectarían esas soluciones y cuánto estamos dispuestos a poner en ello. Una vez cogido el toro por los cuernos y pensado y llegado a alguna conclusión, como estamos en una democracia, debemos decir abiertamente lo que pensamos y lo que queremos.

A lo mejor resulta que el problema no es tan grave como nos tememos. Obviando la pérdida de identidad, en la que no creo, es posible que con un poco de generosidad por nuestra parte y si los gobiernos evitan de verdad la venta de armas a los países en guerra, podamos ir todos tirando en paz de momento.

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