Columna

Espejo

La moda que ha cundido entre los jóvenes motoristas, no sé si por doquier, pero sí en Barcelona, y mucho, es un valioso ejemplar para una colección de fantasías poéticas tomadas de la vida vulgar. Estos mozos han decidido eliminar el retrovisor de sus pequeñas y ruidosas máquinas. Es una infracción del Código de la Circulación, así que guardan en el bolsillo un espejo roto y, si la policía les detiene, juran que acaba de caérseles y lo llevan a reparar.

El motivo de esta decisión ornamental es admirable. En boca de uno de ellos: 'Así nos parecemos más a las motos de competición'. Como e...

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La moda que ha cundido entre los jóvenes motoristas, no sé si por doquier, pero sí en Barcelona, y mucho, es un valioso ejemplar para una colección de fantasías poéticas tomadas de la vida vulgar. Estos mozos han decidido eliminar el retrovisor de sus pequeñas y ruidosas máquinas. Es una infracción del Código de la Circulación, así que guardan en el bolsillo un espejo roto y, si la policía les detiene, juran que acaba de caérseles y lo llevan a reparar.

El motivo de esta decisión ornamental es admirable. En boca de uno de ellos: 'Así nos parecemos más a las motos de competición'. Como esta práctica afecta a los ciclomotores cutres y a conductores sin blanca, a nadie se le oculta que la falta de espejo distingue de inmediato a los motoristas más pobres, a los excluidos del espectáculo guapo de las competiciones. Lo que debiera ser un signo de distinción es, en realidad, un signo de miseria. Pero sólo de miseria material. Por eso ellos se aproximan al sueño competitivo arriesgando lo único que poseen: sus vidas. De ese modo vencen a la miseria.

La guardia urbana calcula que, durante el segundo que tardan en volver la cabeza para comprobar si pueden girar o adelantar, corren 14 metros a ciegas. Oculta tras un segundo trascendental y glorioso, la muerte les acecha. Estos motociclistas están dispuestos a morir con el solo fin de soñarse en un circuito de carreras, a horcajadas sobre motos millonarias, jaleados por un público de fantasmas que contiene la respiración en cada giro o adelanto. Durante un segundo comparten lo único que pueden compartir con sus ídolos, o sea, la muerte.

Para existir poéticamente, no tienen mejor recurso que sacrificar su vida como corderillos. Quizás nosotros juzguemos que estos muchachos mueren sobre un altar de plástico y purpurina, inmolados por sacerdotes de la publicidad y los medios de comunicación. Y que es una mala muerte, en fin, poesía barata. Pero su vida, dicen los motoristas, no vale tanto como el sueño que viven en esos 14 metros ciegos, cuando en un instante eterno han de esquivar a la muerte y oyen el grito de los espectadores. Grito que sólo suena en sus cabezas, antes de hacerse pedazos.

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