Columna

Venir e irse

Lo contrario de las palabras son los números. Las palabras sirven para separar las cosas, para diferenciarlas e identificarlas: caballo, río, soledad, tigre, rascacielos, lluvia. Los números lo igualan todo, lo mezclan y unifican todo, lo rebajan todo, lo queman todo en la hoguera de las cifras. Los números transforman, por ejemplo, la muerte de una persona concreta, el dolor, el sufrimiento y el espanto que rodean esa muerte, en un mero dato: 'Ayer murieron cincuenta personas en Madrid'; 'Veintiséis muertos en las carreteras durante el fin de semana'; 'Ocho inmigrantes se ahogan en Tarifa'. T...

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Lo contrario de las palabras son los números. Las palabras sirven para separar las cosas, para diferenciarlas e identificarlas: caballo, río, soledad, tigre, rascacielos, lluvia. Los números lo igualan todo, lo mezclan y unifican todo, lo rebajan todo, lo queman todo en la hoguera de las cifras. Los números transforman, por ejemplo, la muerte de una persona concreta, el dolor, el sufrimiento y el espanto que rodean esa muerte, en un mero dato: 'Ayer murieron cincuenta personas en Madrid'; 'Veintiséis muertos en las carreteras durante el fin de semana'; 'Ocho inmigrantes se ahogan en Tarifa'. Todas las palabras son palabras aproximadas, dijo la escritora Marguerite Duras, quizá para realzar el horror de los números, siempre tan exactos, tan incontestables.

Las fechas también son números y, por lo tanto, tienden a reunir cosas distintas, a hacer que coincidan y puedan, tal vez, confundirse. Sin ir más lejos, estos días se celebran dos acontecimientos culturales: por un lado, el Museo Reina Sofía expone la obra pictórica de Jean Cocteau y recuerda su fascinación por España, donde estuvo por última vez hace justo cuarenta años, dos antes de morir; por otro lado, el martes se conmemoró en Vélez-Málaga el décimo aniversario del fallecimiento de la pensadora María Zambrano. La coincidencia de Jean Cocteau y María Zambrano en las páginas de los periódicos podría no parecer extraña, puesto que se trata de dos grandes creadores, pero sí que lo es, en muchos sentidos.

María Zambrano no es sólo una gran filósofa y escritora, capaz de unir belleza y pensamiento en obras inolvidables como Claros del bosque, La tumba de Antígona o Los bienaventurados. Además de eso, Zambrano es un símbolo del exilio español, una metáfora de toda la gente que tuvo que huir del sanguinario Franco y de sus asesinos para empezar otra vida en Europa o América, la vida de los derrotados, de los ausentes y malditos. Su destierro duró 45 años, que ocupó en vivir en México y Estados Unidos; en impartir clases en Morelia, La Habana y San Juan de Puerto Rico; en establecerse, más tarde, en Roma, en las tierras francesas del Jura y finalmente en Ginebra, y, sobre todo, en escribir libros fundamentales como Filosofía y poesía, El hombre y lo divino...

Cuando regresó a su país, muy tarde ya, en 1984, para instalarse en Madrid, la ciudad donde había estudiado con Ortega, Zubiri y Besteiro, donde había tratado a Valle-Inclán y Antonio Machado, a Cernuda y Guillén, se le otorgaron algunos galardones, entre ellos el Premio Cervantes, pero con toda seguridad nada de eso podía ni recompensar su larga peregrinación ni atenuar su extrañeza de volver a un país que ya era otro, que no se parecía en casi nada al país del que le había echado. En unas páginas maravillosas de su narración autobiográfica Delirio y destino rememora su redescubrimiento de Madrid, esa ciudad donde 'el otoño tiene también su verano', y explica su alegría y su confusión, el modo en el que el presente y el pasado de cada calle y cada barrio se mezclaban en su mente, la nueva y la vieja Ciudad Universitaria, la Ciudad Lineal o el paseo del Prado, que, para alguien como ella, no parecían tener presente, sino que eran lugares del pasado y del futuro: 'Pudo salir al fin, andar por las calles, marchar al ritmo de las gentes. Pero andaba lentamente, como bajo el agua, como si flotara no en el aire, sino en la multitud. Parecía una extranjera y le ofrecieron la Guía de Madrid'.

A Cocteau le gustaba España con sinceridad, pero de una manera un tanto folclórica. También de un modo cínico. Le gustaban la España de Franco, sus panderetas, sus corridas y su flamenco, escritores y toreros franquistas como Neville, Pemán, Luis Miguel Dominguín o El Cordobés. Cuando se iba a Francia era amigo de Picasso y de Buñuel, y cuando llegaba a Madrid, Barcelona o Marbella, no quería saber nada de las cárceles y los procesos, de los abusos y canalladas de la dictadura.

En 1939, María Zambrano abandonó España y cruzó la frontera andando, junto a Machado y su madre. Entre 1953 y 1961, Cocteau vino a nuestro país libremente y disfrutó de su belleza robada, secuestrada por los criminales. Ahora, en esa fecha inamovible e irrepetible que se escribe 7-II-2001, el destino reúne, por azar, a estos dos extraordinarios creadores.

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