Columna

Umbría

A principios de enero algunas de la umbrías más íntimas de la sierra del Benicadell se llenan de espárragos para desafiar al invierno y retar a los buscadores más febriles. Mientras el invierno gobierna a todos los efectos el territorio, en los úteros más profundos de esta cordillera empiezan a despuntar las yemas y a desarrollar tras de sí un tallo jugoso, delgado y alto, que a menudo se retuerce como una escultura de Julio González a mil metros sobre el mar. A ras de valle todavía no se intuye ningún síntoma de resurrección sobre los esqueletos de la vid, y apenas ha estallado algún almendro...

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A principios de enero algunas de la umbrías más íntimas de la sierra del Benicadell se llenan de espárragos para desafiar al invierno y retar a los buscadores más febriles. Mientras el invierno gobierna a todos los efectos el territorio, en los úteros más profundos de esta cordillera empiezan a despuntar las yemas y a desarrollar tras de sí un tallo jugoso, delgado y alto, que a menudo se retuerce como una escultura de Julio González a mil metros sobre el mar. A ras de valle todavía no se intuye ningún síntoma de resurrección sobre los esqueletos de la vid, y apenas ha estallado algún almendro para ser abrasado enseguida por las heladas. Sin embargo, los repechos más escarpados de este macizo, entre la furia de los matorrales y la espiritualidad de los endemismos, se llenan de brotes verdísimos y frágiles, tan imposibles como flores de Edelweiss que hubieran sido concebidas para excitar al hombre y contradecir al calendario. A principios de enero la naturaleza provoca un conato de primavera en los pliegues de la cumbre para que el lomo de los espárragos absorba el resplandor psíquico que proyecta la tierra blanquizal desde el valle. Entonces la vida y la muerte parecen confluir en el tiempo y en el espacio. Pero si el buscador se afloja ante esta postal bucólica está perdido. Aparte de que se le puede aparecer la Virgen en la copa de un pino y quedar pringado para siempre en el espesor de la mística, corre el riesgo de perder la noción sobre el impulso genésico que lo ha llevado hasta allí. En realidad se trata de una trampa que tiende la naturaleza para que nadie profane este santuario y arrebate estos ídolos vegetales, cuyo sabor está vetado a los mortales. A cada paso surge un cepo natural para que el sacrílego no alcance los tallos y se quede cosido en un zarzal con los dedos llenos de puyas hasta que se la coman los insectos o las aves rapaces. O un musgo para que resbale y se rompa la crisma contra una roca. Pero si logra sortear todas las zancadillas y se lleva a la sartén el paraíso, no es porque se haya vuelto inmortal: es que la naturaleza a veces se deja para entretenerse.

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