Tribuna:

Qué hubiera ocurrido si...

Hace algunos años, con el Gobierno Lerma en la Generalitat, la estrategia de los dirigentes populares para desalojar del poder a los socialistas pasaba por una especie de todo vale, y en ésas encontraron un filón en la exaltación de un alicantinismo que parecía encontrar eco entre mis paisanos de Alicante-ciudad. Afortunadamente la mayor parte de los ciudadanos de la provincia no se dejaron arrastrar por ese movimiento que parecía trasladar la idea de que cualquier decisión que se adoptara en Valencia tenía como única finalidad fastidiar a los alicantinos, pero entre algunos dirigentes polític...

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Hace algunos años, con el Gobierno Lerma en la Generalitat, la estrategia de los dirigentes populares para desalojar del poder a los socialistas pasaba por una especie de todo vale, y en ésas encontraron un filón en la exaltación de un alicantinismo que parecía encontrar eco entre mis paisanos de Alicante-ciudad. Afortunadamente la mayor parte de los ciudadanos de la provincia no se dejaron arrastrar por ese movimiento que parecía trasladar la idea de que cualquier decisión que se adoptara en Valencia tenía como única finalidad fastidiar a los alicantinos, pero entre algunos dirigentes políticos, e incluso sociales, la campaña hizo furor.

No voy a decir que el sentimiento de agravio hacia Valencia fuera una invención de los populares, aún cuando haya sido muy rentablemente aprovechado por éstos y su ejército de corifeos mediáticos y empresariales. El problema es más profundo y recuerdo un libro publicado en los años sesenta titulado Alacant a part en el que se analizaban las causas por las que la sociedad alicantina se mostraba reacia a cualquier propuesta que viniera de Valencia. Hace años que no lo he ojeado, pero recuerdo que señalaba entre las causas: las diferencias entre las economías tradicionales de ambas ciudades (agraria en Valencia y fundamentalmente comercial en Alicante); las relaciones de Alicante con Madrid como puerto de salida al Mediterráneo y primer destino turístico, y otras varias a las que yo añadiría la innata propensión humana a afirmarse en confrontación a algo, sobre todo si está por encima de uno.

Acudir a las hemerotecas constituye un ejercicio no muy edificante para comprobar la cantidad de sandeces que se dijeron con tal de explotar un sentimiento que podría tener sus causas, pero, en la medida en que fuera irracional, cualquier responsable -y señalo especialmente lo de responsable- debería contribuir a mitigar en lugar de dedicarse a echar leña al fuego como hacían los dirigentes del PP. Soy testigo de que Joan Lerma era consciente de ello y que ciertas medidas -sin ir más lejos la instalación de la OAMI en Alicante- estuvieron motivadas por el deseo de que una parte de la sociedad alicantina no se sintiera agredida. Integrar a Alicante en un proyecto compartido era un objetivo a conseguir y hubo significativos avances en esa dirección.

No sé cuantificar la ayuda que supuso esa estrategia del PP para la llegada de Zaplana al Gobierno de la Generalitat, pero el caso es que bien pudo darse la impresión de que el sentimiento alicantinista estaba muy arraigado en ciertos sectores, particularmente los empresariales, y que iba a manifestarse gobernase quien gobernase en Valencia. Craso error. Vaya por delante que la defensa de los intereses de una ciudad o de sectores concretos no tiene nada deleznable. Bien al contrario, es positiva. Ahora bien, gobernar significa alcanzar compromisos entre intereses en conflicto, y llevar la defensa de esos intereses a posiciones numantinas constituye la negación de la política. El caso es que, una vez que Zaplana ganó las elecciones, cualquier intento de alicantinismo desapareció, y no porque se adoptaran decisiones que fueran especialmente favorables a Alicante, sino porque quienes lo profesaban con militancia abnegada fueron recompensados sobradamente y se mostraron, a partir de recibir la recompensa, tan dóciles hacia la mano que les daba de comer que donde antes había protesta solamente era posible encontrar sumisión y acatamiento.

Por ello me he permitido hacer un ejercicio de simulación política y preguntarme qué hubiera ocurrido en Alicante si se hubieran adoptado determinadas decisiones durante el Gobierno Lerma. Recientemente hemos conocido cuál es el proyecto -y señalo lo de proyecto exclusivamente- de trazado del tren de alta velocidad entre Madrid y la Comunidad Valenciana y Murcia, y podríamos imaginarnos cuáles hubieran sido las reacciones si el presidente de la Generalitat hubiera sido Joan Lerma.

No hace falta ser muy imaginativo para adivinar ciertas reacciones. Basta con recordar cuanto se dijo en su día con ocasión de la modificación de la autovía de Levante. Parece obvio que se habría resaltado que el trazado que nos han presentado resultaba quimérico y tan caro que se retrasaría su construcción. Se habría señalado que, posiblemente, la llegada a Alicante iba a quedar aplazada ad calendas grecas. Se haría caballo de batalla del hecho de que esa financiación europea, de la que se presume tanto, sólo está prevista para el trazado de Valencia, que no para el de Alicante. Se hubiera protestado por el aumento de kilómetros, que obliga a recorrer media España a quienes quieran venir a Alicante. Pero sobre todo se hubiera considerado una evidente manifestación de imperialismo valenciano el que el AVE a Valencia tenga una vía que permite alcanzar los 330 km/h en todo el recorrido, mientras que el tramo de Albacete a Alicante -más de la tercera parte del total- sólo permita alcanzar la velocidad de 220 km/h.

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También supone un curioso ejercicio de simulación adivinar la reacción de los líderes del alicantinismo cuando se patrocina, desde la Presidencia de la Generalitat, la fusión entre Bancaja y la CAM. Vaya por delante que ésta es una prueba más del carácter intervencionista de la política de quienes, además, presumen de liberales, que otras muchas hay, Terra Mítica sin ir más lejos. Tampoco en este campo es necesario ser muy imaginativo, pues basta tirar de hemeroteca para recordar lo que se dijo ante una leve insinuación en este sentido, pues incluso un descerebrado llegó a afirmar que, con la fusión, Lerma se estaba preparando el retiro como presidente de las cajas fusionadas. Pero, mire usted por donde, quien sí se estaba preparando ese retiro -es cosa bien sabida- era el ex consejero Such, pero parece que no va a poder realizar su sueño porque adivino que alguna de las cosas que ha hecho ha sido tan grave que ha molestado a su jefe y le ha condenado al ostracismo en la alcaldía de La Nucia.

No resulta aventurado suponer que si el autor de la operación de fusión de las cajas hubiera sido Lerma y no Zaplana el ejército de alicantinistas agraviados se hubiera poco menos que alzado en armas contra lo que hubieran presentado como una palpable manifestación de centralismo valenciano. Y ello por no hablar de lo que hubiera ocurrido si los cargos públicos que evidencian injustificables incrementos de patrimonio hubieran sido socialistas. Pero ése es otro tema. Y puede ser, mejor dicho es seguro, que a los posibles discrepantes se les haya acallado con puestos retribuidos o ventajas en negocios, especialmente inmobiliarios. Pero no es esa sola la razón. Puede ser también que las protestas cuando era otro el Gobierno de la Generalitat no respondieran a sentimientos reales. O puede ser también que formaran parte de la estrategia de la derecha para desgastar a toda costa a los Gobiernos socialistas. Y si tenemos en cuenta lo que ha ocurrido después no nos equivocaremos quienes pensamos que todas ésas son las razones. ¿O no lo creen ustedes así?

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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