Tribuna:CONTRATO CON EL DIBUJANTE

2001: la odisea va despacio

Mientras en el parque de la esquina hay niños fumigando marcianos con su Play Station, la historia describe círculos concéntricos y cuando llegas al siglo XXI, aparece un tipo anclado en el XIX que va armado con un trabuco de calibre parabellum o con una quijada de burro y está dispuesto a defender el supuesto intocable.Existe una literatura y un cine de la anticipación; Verne, Orwell, Wells, Huxley, Bradbury y Kubrick han contribuido a crear una estética del futuro en la que éste queda en poder de las máquinas y las píldoras. Nos han dibujado un mundo de seres con orejas puntiagudas y ...

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Mientras en el parque de la esquina hay niños fumigando marcianos con su Play Station, la historia describe círculos concéntricos y cuando llegas al siglo XXI, aparece un tipo anclado en el XIX que va armado con un trabuco de calibre parabellum o con una quijada de burro y está dispuesto a defender el supuesto intocable.Existe una literatura y un cine de la anticipación; Verne, Orwell, Wells, Huxley, Bradbury y Kubrick han contribuido a crear una estética del futuro en la que éste queda en poder de las máquinas y las píldoras. Nos han dibujado un mundo de seres con orejas puntiagudas y crestas, un ejército de guerreros con aletas en los omoplatos. Esa legión de alienígenas verdes con córneas de fuego no da miedo ya a nadie. Nuestro específico terror al futuro consiste en que nuestra cultura está permanentemente instalada en el temor al pasado. No tememos el final de la historia, sino la prehistoria e incluso la protohistoria en la que algunos pueblos estamos todavía apalancados. Nuestro auténtico terror descansa en esa cuadrilla de homo erectus empeñados en salvar a toda costa lo sagrado.

El futuro fue ayer. Para muchos el año que comienza esta medianoche en realidad empezó el 6 de abril de 1968, cuando Stanley Kubrick estrenó oficialmente la versión definitiva de 2001: Una odisea del espacio. Entonces pacíficos homínidos poblaban una tierra desolada venerando un monolito. Los antropoides aprenden a transformar un hueso en herramienta y ésta en arma homicida. Todo iba bien hasta que uno de ellos, deslumbrado, osó tocar el tabernáculo. De repente, se volvió cainita y asesinó a un semejante de un certero golpe en el cogote. En una de las escenas más conocidas de la película, el primate lanzó la quijada al aire y, tras una breve elipsis de cuatro millones de años, aquel hueso se convirtió en una nave espacial. Habíamos entrado en otra era.

Muchas de las predicciones de la película se han cumplido. Hoy las máquinas lo hacen casi todo y dentro de poco lo harán definitivamente todo, desde el amor a la política. Entre nosotros ya nadie se alarma de lo que nos espera por culpa de los perversos microprocesadores, de las manipulaciones genéticas, de los adelantos biológicos, telemáticos, químicos o robóticos. Nuestro miedo no está en el futuro, porque seguimos empantanados en el pánico que nos proporciona el pasado .

Estamos entre los países del mundo empeñados en demostrar cada día al resto del planeta que el ser humano sólo tiene un 1% de diferencia genética con los chimpancés. Aquí la capacidad de evolución se ha detenido. Nos hallamos en las primeras escenas del clásico de la ciencia ficción, con un grupo de hombres mono, arreando todavía garrotazos a sus prójimos hasta dejarlos más tiesos que la mojama, simplemente por preservar la sagrada estela. De momento, no hemos dejado de ser primates del todo, aún hay quienes no han sentido la magia de la evolución, el fémur que surca el aire, ahora nave espacial con fondo de un vals eterno.

Para muchos el miedo al futuro encierra miedo al cambio, a la evolución de la especie humana, al mestizaje cultural, político, económico y social, a la pérdida del ancestro, cuyo monopolio sigue estando en manos de los apologetas del obelisco milenario.

Cuando las comparaciones con lo inmemorial se articulan desde modelos de pensamiento ajenos al presente, resultan casi siempre falaces y constituyen el colmo de lo reaccionario, sobre todo si se utilizan para desacreditar los previsibles males de un futuro en el que hasta los robots pueden llegar a tener emociones, sentimientos y voluntad, cualidades de las que carecen ciertos homínidos instalados en el palo y tentetieso.

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Hemos llegado a escuchar a uno de nuestros líderes políticos más significativos en cuanto a la exaltación permanente del pretérito, decir sin sonrojo, que lo nuestro con el asunto de la violencia es "cuestión de carácter", un mero trasunto cultural . Convendría recordarle que "quienes defienden la raíz cultural de la violencia" -en palabras de Raúl Romeva, profesor especialista en paz y derechos humanos de la Universidad de Barcelona- "lamentan que el entorno y la tradición entrenen a las gentes para agredirse ante la mínima incompatibilidad de intereses".

En una reciente campaña institucional, pagada a escote, se reivindica "el derecho a la vida", ¡el derecho a la vida!, como en el principio de los tiempos. Seguimos instalados en el punto cero de la evolución de la especie o si prefieren en nuestro particular fin del mundo. Así que estén tranquilos. A nosotros no nos va a invadir nadie. A estas alturas de la civilización no hay extraterrestres dispuestos a discutir sobre el derecho a que uno no le arréen un mamporro letal, sin venir a cuento. La amenaza del futuro es sin duda nuestro ayer más lejano: el mono sempiternamente cabreado que llevamos dentro, dispuesto a romper la crisma al resto de sus congéneres para resolver el conflicto del monolito.

Pero, pese a quien pese, el porvenir ya está aquí. Hoy entramos en el 2001. Dos mil uno, la película de Kubrick, empieza hace cuatro millones de años con un silencio total. Al cabo de unos minutos, llega el sonido, no son palabras: son gruñidos. Y en eso estamos en el comienzo de la odisea, sin posibilidad de diálogo, esperando a que el homínido suelte el arma homicida, lance el hueso y se inicie por fin la elipsis pendiente que nos llevará a avanzar cuatro millones de años en un solo segundo.

Sólo entonces la nave partirá.

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