Tribuna:

Una muy mala noticia

Una de las víctimas colaterales de la presión terrorista desencadenada con la reanudación de los atentados por parte de ETA ha sido el derecho de manifestación. Como consecuencia de dicha presión, se está produciendo una desnaturalización del ejercicio del derecho que no augura nada bueno.Y se está produciendo una desnaturalización porque el derecho de manifestación no está previsto en la Constitución para que lo ejerzan los poderes públicos, sino para que lo ejerzan los ciudadanos. Los poderes públicos, en el derecho de manifestación son los destinatarios del ejercicio del mismo. Los ciudadan...

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Una de las víctimas colaterales de la presión terrorista desencadenada con la reanudación de los atentados por parte de ETA ha sido el derecho de manifestación. Como consecuencia de dicha presión, se está produciendo una desnaturalización del ejercicio del derecho que no augura nada bueno.Y se está produciendo una desnaturalización porque el derecho de manifestación no está previsto en la Constitución para que lo ejerzan los poderes públicos, sino para que lo ejerzan los ciudadanos. Los poderes públicos, en el derecho de manifestación son los destinatarios del ejercicio del mismo. Los ciudadanos se manifiestan con la finalidad de llamar la atención de los poderes públicos y hacerlos que se sientan presionados para que den respuesta a sus demandas. Éste es el sentido que tiene este derecho en todo Estado democrático que no solamente está bien constituido, sino que funciona además con normalidad.

El derecho de manifestación stricto sensu debería ser un derecho casi exclusivamente ciudadano, de cuyo ejercicio deberían estar excluidos los poderes públicos. Únicamente en circunstancias muy excepcionales podría estar justificado el ejercicio de tal derecho por quienes ocupan el Gobierno de la nación. No elegimos al Gobierno para que se manifieste, sino para que resuelva los problemas. El ejercicio del derecho de manifestación por parte del Gobierno es, en principio, una expresión de impotencia y no de fuerza. Si el presidente del Gobierno o los ministros se manifiestan es porque no son capaces de hacer lo que se supone que tendrían que ser capaces de hacer: dar respuesta, desde el poder que democráticamente ocupan, a los problemas ciudadanos.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, se está convirtiendo en una costumbre que el presidente del Gobierno y/o el ministro del Interior encabecen las manifestaciones. José María Aznar y Jaime Mayor Oreja van a pasar al Guiness de los récords por ser el presidente del Gobierno y el ministro del Interior de un país democrático con más manifestaciones en su haber.

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Y ésta es una muy mala señal. La reiteración de manifestaciones encabezadas por el presidente del Gobierno no puede no acabar conduciendo a disminuir la confianza de los ciudadanos en su capacidad para hacer frente a la amenaza terrorista. Una cosa es que, de manera excepcional, el presidente del Gobierno encabece una manifestación tras un atentado terrorista y otra muy distinta es que él y/o el ministro del Interior estén manifestándose cada dos por tres.

Pero no sólo por eso, que ya es mucho, sino por algo más. El ejercicio del derecho de manifestación por el Gobierno es un ejercicio desviado del derecho, que no encaja con la naturaleza del mismo y que, casi inevitablemente, acaba generando más problemas que aquellos que la convocatoria de la manifestación se suponía que iba a ayudar a resolver. Ahí está como muestra la manifestación de Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch. Tres tipos de problemas se plantearon como consecuencia de la participación del presidente del Gobierno, que no se hubieran planteado sin su presencia y que no deberían plantearse en el ejercicio de dicho derecho.

1º El problema de la composición de la cabecera de la manifestación por la pretensión del presidente del Gobierno de relegar al lehendakari Juan José Ibarretxe a la tercera fila. El presidente del Gobierno no puede verse implicado en un rifirrafe de esta naturaleza. Presidentes de comunidades autónomas hay diecisiete. Presidente del Gobierno sólo hay uno. No puede devaluarse la institución con incidentes de ese tipo.

2º El problema derivado de las palabras finales de Gemma Nierga. Es cierto que se había pactado un comunicado y que esas palabras no estaban incluidas en el texto pactado. Pero no lo es menos que tales palabras fueron lo más coherente con la finalidad del derecho de manifestación tal como está reconocido en la Constitución, que no es otra que la expresión conjunta de innumerables voces ciudadanas, que no tienen más instrumento que ése para hacer oír su voz. El texto pactado expresaba la opinión de los organizadores de la manifestación. Las palabras de Gemma Nierga expresaban la opinión del millón de ciudadanos que había ejercido real y efectivamente su derecho a manifestarse. Sin sus palabras finales, la manifestación habría quedado coja.

3º El problema derivado de la respuesta por parte del presidente del Gobierno en rueda de prensa concedida fuera de España el día siguiente, en la que rechazó de manera inequívoca y en términos casi hirientes y despectivos lo que los ciudadanos habían expresamente reclamado en la manifestación: diálogo. Esto es algo perfectamente legítimo si el presidente del Gobierno no hubiera presidido la manifestación, pero que deja de serlo en el momento en que la presidió. El ejercicio del derecho de manifestación compromete al que la preside. El presidente del Gobierno no puede desautorizar a los ciudadanos a los que convocó a que ejercieran el derecho de manifestación. No se puede jugar con dos barajas al mismo tiempo. Y un presidente del Gobierno, menos.

¿Se ha detenido José María Aznar a pensar en la reacción de los ciudadanos que se manifestaron en Barcelona al verse desautorizados al día siguiente por el presidente del Gobierno, que los había presidido en el ejercicio del derecho?

¿O al oír hablar al ministro del Interior de "diálogo-trampa"?

Algo parecido ocurrió en la manifestación posterior de Tarrasa por el asesinato del concejal del PP. La redacción de la pancarta portada por la cabecera de la manifestación estuvo a punto de romper el consenso antiterrorista entre las fuerzas políticas catalanas y generó una tensión notable entre los organizadores.

Y es que el derecho de manifestación no puede controlarse rígidamente. Los organizadores canalizan el ejercicio del derecho, pero tienen que permitir que los ciudadanos se expresen a través del mismo con una cierta espontaneidad. Ése es su sentido profundo. Y únicamente así, su ejercicio vale para algo. Y eso, salvo en algún caso muy excepcional, es incompatible con el encabezamiento de la manifestación por el presidente del Gobierno. Para que el presidente del Gobierno encabece una manifestación tiene que haber una seguridad casi absoluta en que se va a producir una correspondencia inequívoca entre la opinión de los manifestantes y la que pueda hacer suya el Gobierno. Si no es así, el Gobierno no puede participar. Y esto sólo se puede saber a priori de manera excepcional. Cuando se produjo el asesinato de Tomás y Valiente o, más todavía, cuando se produjo el de

Miguel Ángel Blanco, claro que se sabía. Pero eso es lo excepcional y no lo normal.

Así no se puede seguir. Tiene sentido seguir haciendo manifestaciones, pero no tiene ningún sentido seguir haciendo manifestaciones como las de los últimos meses. La organización de manifestaciones de naturaleza política no es tarea de los gobiernos, sino de los partidos. El Gobierno, precisamente porque es Gobierno, tiene que oír, pero no tiene necesariamente por qué hacer suya la opinión de los manifestantes. Y por eso no debe participar en ellas. No debe ni siquiera hacer un llamamiento para que sean secundadas. ¿Por qué la de San Sebastián sí y la de Bilbao no ¿Está bien que el PP apoye una y no otra. O por lo menos está en su derecho en hacerlo. Pero no está bien que el Gobierno lo haga. Y todavía menos que reproche a otro partido, como el PSOE, que participara en ambas. El Gobierno no debe entrometerse en el ejercicio del derecho de manifestación. Él es el destinatario directo o indirecto de dicho ejercicio. La excepción puede valer como confirmación de la regla, pero no puede convertirse en regla, como ha ocurrido este otoño. Seguir por este camino sólo puede conducirnos a menos cohesión política y más desmoralización ciudadana.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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