Tribuna:

Barceló City

Yo fui un niño de la plaza de Barceló. Yo no la elegí como lugar de juegos, fue mi madre que me llevaba allí cuando me recogía del colegio y se sentaba en un banco con sus amigas para hablar de sus cosas. Lo de jugar en una plaza determinada era importante, infundía casi tanto carácter como estudiar en un colegio o en otro, marcaba invisibles fronteras, creaba alianzas e imbuía rudimentarios conceptos sobre la territorialidad y el nacionalismo.Cambiar de plaza por un capricho materno era casi tan traumático como cambiar de colegio, nuestros progenitores habían olvidado lo duro que es hacer nue...

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Yo fui un niño de la plaza de Barceló. Yo no la elegí como lugar de juegos, fue mi madre que me llevaba allí cuando me recogía del colegio y se sentaba en un banco con sus amigas para hablar de sus cosas. Lo de jugar en una plaza determinada era importante, infundía casi tanto carácter como estudiar en un colegio o en otro, marcaba invisibles fronteras, creaba alianzas e imbuía rudimentarios conceptos sobre la territorialidad y el nacionalismo.Cambiar de plaza por un capricho materno era casi tan traumático como cambiar de colegio, nuestros progenitores habían olvidado lo duro que es hacer nuevos amigos, volver a abrirse un hueco en la complicada estructura jerárquica de la manada, integrarse en una nueva pandilla con los correspondientes ritos iniciáticos de sangre, mocos, lágrimas y humillaciones. Los niños cuyas madres cambiaban mucho de plaza o de colegio estaban condenados a ser unos inadaptados perpetuos, excluidos de la tribu, expulsados del paraíso.

En la plaza de Barceló imperaba una jerarquización estricta marcada en primer término por la edad. En el rincón más oscuro e inaccesible de la plaza, la pandilla de los mayores vigilaba entre el humo de los bisontes y la polvareda que levantaban cientos de niños trotones y de niñas que saltaban a la comba o en la rayuela. La de los mayores era la única pandilla mixta, generada por la fusión de las dos bandas dominantes de la última hornada. Todos los años cambiaba la cúpula del consejo de "ancianos"; con los primeros pantalones largos y los primeros zapatos de tacón, ellos y ellas desertaban para tratar de colarse en los cines donde ponían películas clasificadas por la censura apostólica como 3R (mayores con reparos) y 4 (gravemente peligrosas) y para pasar la criba de las salas de baile que exigían el carnet en la entrada y obligaban a llevar chaqueta y corbata.

A mí, tardaron más de la cuenta en ponerme de largo y me convertí en un veterano, algo resentido de la pandilla señor sobre todo desde que mi amigo Goyo estrenó sus pantalones campana y me birló a la novia.

En uno de los árboles de la plaza permaneció durante varios de aquellos años un rústico cartel en el que una mano infantil y anónima había escrito: "Barceló City, ciudad sin ley", no era para tanto, aunque tal y como marchan las cosas por allí últimamente no faltará el alarmista que lo vea como un cartel premonitorio.

Cierto es que no faltaba la violencia y que de vez en cuando se producían auténticas batallas campales con más de un descalabro cuando los pobladores de otras plazas vecinas, la del Dos de Mayo o la de la Villa de París realizaban una incursión en nuestro solar. Por regla general se trataba de expediciones punitivas para vengar presuntas ofensas sufridas por los suyos cuando cruzaban nuestro territorio o viejas disputas fronterizas que se reavivaban periódicamente, pues a cada plaza fuerte le correspondía una cuadrícula de calles a su alrededor, siempre en litigio.

Hoy las pandillas adolescentes que ocupan con nocturnidad y en vísperas de fiesta la plaza de Barceló no tienen tan desarrollado el sentido territorial, suelen ser más bien de tipo nómada, llegan de fuera y acampan por una o dos noches en este oasis etílico envasado en litrona. La policía tiende a minimizar la importancia de los conflictos, robos, agresiones y actos vandálicos del fin de semana que allí se producen y los padres de los cachorros implicados a exagerarla.

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La policía los ve como fruto atávico de esa rebeldía adolescente que acaba de descubrir el exceso y quiere probar sus límites, una enfermedad que se cura con el tiempo y cuyos brotes también experimentaron, aunque no quieran acordarse ahora los progenitores escandalizados.

Pero el territorio sigue teniendo algo que ver en los enfrentamientos, algunas víctimas de estas escaramuzas nocturnas relatan que los agresores forman parte de bandas que vienen al centro desde los barrios de la periferia y las ciudades satélites para expoliar y humillar a los "niños" bien quitándoles sus chupas de marca, sus deportivas y sus móviles. El eterno conflicto, la lucha de clases o de tribus en un escenario que apenas ha cambiado desde que estrenaron West Side Story.

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