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Que el mundo sea cada vez más joven es una ley de la edad. Las miradas escriben una parte significativa de las circunstancias, porque en realidad uno es uno y sus miradas. Recuerdo perfectamente un mundo en el que los soldados, los futbolistas y los guardias municipales eran personas mayores. Hoy me parecen jóvenes hasta los árbitros, los curas, los comisarios de policía y algunos jubilados.Los estudiantes son doblemente jóvenes cuando entregan sus fichas a los profesores: cada año las fotografías parecen más frágiles, como de sobrinos o de hijos, y sus años de nacimiento muerden impunemente l...

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Que el mundo sea cada vez más joven es una ley de la edad. Las miradas escriben una parte significativa de las circunstancias, porque en realidad uno es uno y sus miradas. Recuerdo perfectamente un mundo en el que los soldados, los futbolistas y los guardias municipales eran personas mayores. Hoy me parecen jóvenes hasta los árbitros, los curas, los comisarios de policía y algunos jubilados.Los estudiantes son doblemente jóvenes cuando entregan sus fichas a los profesores: cada año las fotografías parecen más frágiles, como de sobrinos o de hijos, y sus años de nacimiento muerden impunemente los talones del presente, campean con una naturalidad absoluta por la década de los ochenta, con unos cantantes y unas situaciones históricas como de andar por casa, nombres y noticias que casi no se han borrado todavía de las pantallas de los telediarios. El presente es su ayer, porque nacieron algo después de que uno se hubiera autodestruido en varias ocasiones.

Las fotografías de los terroristas buscados o detenidos se parecen con mucha frecuencia a las de mis estudiantes. No digo que mis estudiantes sean terroristas, sino que los terroristas son unos niños, gente que nació mucho después de que Franco se despidiera en su último parte médico de la afición del Fútbol Club Barcelona y de que la guitarra de Paco Ibáñez entrase en los temarios del Departamento de Prehistoria.

La crueldad enloquecida de ETA lo ensucia todo, cae sobre los ojos como una interrupción que infecta las miradas. Supongo que cada cual vive esta epidemia según sus circunstancias, y yo debo cruzar los pasillos universitarios, después de cada víctima y de cada concentración en la plaza del Ayuntamiento, con la idea de que los terroristas tienen la edad de mis estudiantes, la misma fotografía, la misma necesidad de oír, de hacer preguntas, de llamar a la puerta de un despacho para pedir bibliografía.

El lenguaje está lleno de selvas y las palabras son árboles extraños. No existe otra materia que pueda ser al mismo tiempo tan ridícula y tan peligrosa. Después de cada muerte innecesaria, las declaraciones necesarias cobran un tono previsible, oficial y muerto. El lenguaje parece inútil cuando se tiene que enfrentar con la evidencia de la sangre. Todos los muertos son magníficas personas, héroes y grandes compañeros (además de víctimas).

¿Qué decir? Esa es una pregunta seria para los que trabajamos con el lenguaje. ¿De qué sirven las palabras cuando los acontecimientos inesperados se convierten en una rutina? Arma de doble filo, la palabra no sirve para nada si suena a falso, pero cuidado con ella cuando se mete en la conciencia como un barro espeso y se hace sentimiento y lágrima. Siempre hay alguien dispuesto a secarse los ojos. Ese es el peligro del lenguaje: las palabras verdaderas acaban sonando a falso y las mentiras más estúpidas pueden hacer que un estudiante cambie los libros por las pistolas. ¿Qué decir? ¿Qué enseñar? Detrás de cada acto de barbarie uno se plantea su propia mirada. Y la navaja que nos corta la mirada.

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