Tribuna:

Salvem

Hace casi dos décadas, en la Escuela de Arquitectura de Valencia algunos profesores planteaban como ejercicio de proyectos la conexión de la avenida de Blasco Ibáñez con El Cabanyal. No se hablaba de una prolongación sino de la "articulación" o la "sutura" de tramas urbanas incompatibles. Ahí radicaba el poder didáctico del intento y su complejidad. Imagino que muchos de los que pasaron por aquellas aulas no han podido evitar una mueca al ver sobre la mesa del debate político esa línea recta trazada hasta el mar a través del antiguo barrio marítimo y pescador. "¡Así cualquiera!". La mentalidad...

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Hace casi dos décadas, en la Escuela de Arquitectura de Valencia algunos profesores planteaban como ejercicio de proyectos la conexión de la avenida de Blasco Ibáñez con El Cabanyal. No se hablaba de una prolongación sino de la "articulación" o la "sutura" de tramas urbanas incompatibles. Ahí radicaba el poder didáctico del intento y su complejidad. Imagino que muchos de los que pasaron por aquellas aulas no han podido evitar una mueca al ver sobre la mesa del debate político esa línea recta trazada hasta el mar a través del antiguo barrio marítimo y pescador. "¡Así cualquiera!". La mentalidad de quienes dirigen la ciudad resulta muy anacrónica. Responde a una época, la de los cincuenta y sesenta, en que la modernización urbanística se disoció estrepitosamente del espíritu moderno. No necesitaban mucha información sobre el asunto los arquitectos del reciente Encuentro Mundial de las Artes, y mucho menos Oriol Bohigas, para percatarse de ello y rechazar, como lo hicieron, públicamente el proyecto y apoyar a Salvem El Cabanyal, una plataforma vecinal cuya postura surge del espanto ante las heridas que una cierta doctrina del desarrollo ha abierto en el tejido urbano. Su sensibilidad está muy próxima a la de Marshall Berman cuando lamenta amargamente los efectos devastadores que tuvo sobre su barrio natal, el Bronx, el trazado brutal de la autopista interestatal en los años cincuenta. Tras el proyecto estaba la energía de Robert Moses, el visionario coloso de las obras públicas que, en el periodo de entreguerras, construyó el mito neoyorquino. Puntualiza Berman que Moses, "amaba" Nueva York -aunque con ese amor a la "humanidad" que a menudo prescinde de las personas reales-, y apunta: "Los proyectos de Moses de los años cincuenta y sesenta no tenían prácticamente nada de la belleza de diseño y la sensibilidad humana que habían distinguido sus obras tempranas". El ensayista se hace esta pregunta: "¿Qué hizo que las cosas fueran mal? ¿cómo se volvieron amargas las visiones modernas de los años treinta en el curso de su realización?". Los de Salvem El Cabanyal o Salvem el Botànic lo saben. La alcaldesa de Valencia, no.

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