Tribuna:

El móvil

Empezaré confesando que uno de mis amigos -créanselo- no tiene televisor en casa. También he podido saber de primera mano que dos vecinos de mi escalera van por el mundo sin móvil, así, como les cuento. Y lo curioso es que en el fondo les admiro. Admiro de verdad a aquéllos que han sabido resistirse a esas tentaciones de la tecnología y de los tiempos. Es una postura perfectamente respetable, tanto como la de esos otros que se han negado a conducir y viajan siempre en coche ajeno; o como la de aquéllos que, por cuestiones más personales, evitan, por encima de cualquier necesidad, subir a un av...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Empezaré confesando que uno de mis amigos -créanselo- no tiene televisor en casa. También he podido saber de primera mano que dos vecinos de mi escalera van por el mundo sin móvil, así, como les cuento. Y lo curioso es que en el fondo les admiro. Admiro de verdad a aquéllos que han sabido resistirse a esas tentaciones de la tecnología y de los tiempos. Es una postura perfectamente respetable, tanto como la de esos otros que se han negado a conducir y viajan siempre en coche ajeno; o como la de aquéllos que, por cuestiones más personales, evitan, por encima de cualquier necesidad, subir a un avión y surcar los aires a dos mil pies del suelo. Les admiro, créanme. Porque no deja de producirme cierto rubor verme a mí mismo un día cualquiera, ayer por ejemplo, tan atado a esas servidumbres: después de quedarme dormido ante el televisor viendo una competición de gimnasia y despertarme precipitadamente con dolor de cuello a eso de las ocho, tuve que salir en mi coche, sin apenas tiempo para desayunar, hacia el aeropuerto de El Altet. Embarqué en el último momento hacia Barcelona y me colé en el avión antes de que mi nombre sonara escandalosamente por la megafonía. Con las prisas, había olvidado algo tan esencial como llamar a unos amigos para comunicarles mi hora de llegada. Pero tenía tiempo. Faltaban veinte minutos para el despegue y el piloto conversaba felizmente con una de las azafatas en la escalerilla del aparato. Era el momento justo. Antes de desconectar el móvil, marqué las nueve cifras de rigor y traté de enviar mi último mensaje. Lo hice con discreción y camuflándome entre los asientos, pero antes de recibir respuesta me tropecé con sus ojos. Era una auxiliar de vuelo rubia platino, con uniforme a rayas y mirada de francotirador. Me fulminó allí mismo. Reclamó la atención de todo el pasaje para denunciar con una voz potente y desencajada mi absoluta insensatez. Y me tragué el teléfono, como suena, fijándome en sus piernas y en la tenue encrucijada de su escote. Cuando llegué a mi destino y vi que los mozos de escuadra no salían a detenerme, respiré aliviado y pensé en ella. Rubia platino, no lo olviden. Ojos claros. Vuelo 1392.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Archivado En