Sydney 2000 LA OTRA MIRADA

El misterio de los atletas

Aunque intento seguir las olimpiadas por capítulos, como una novela, finalmente me limito a hojearlas, como un libro de ciencias naturales, en busca de las imágenes de Ian Thorpe, de Yana Clochkova, de Yago Lamela, de Marion Jones... Estoy hablando de personas que no escriben, no esculpen, no pintan, no componen, pero que sin embargo son artistas: ellos son su obra de arte. Los escritores, los músicos, los pintores, realizan su trabajo y se desprenden de él como de una membrana. No se sabe de ningún escritor que se coma las novelas que escribe para incorporarlas a su sistema endocrino. Mucho m...

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Aunque intento seguir las olimpiadas por capítulos, como una novela, finalmente me limito a hojearlas, como un libro de ciencias naturales, en busca de las imágenes de Ian Thorpe, de Yana Clochkova, de Yago Lamela, de Marion Jones... Estoy hablando de personas que no escriben, no esculpen, no pintan, no componen, pero que sin embargo son artistas: ellos son su obra de arte. Los escritores, los músicos, los pintores, realizan su trabajo y se desprenden de él como de una membrana. No se sabe de ningún escritor que se coma las novelas que escribe para incorporarlas a su sistema endocrino. Mucho menos, de un escultor o un arquitecto. No podrían, claro. Incluso la persona que se tatúa la piel está haciendo algo externo, en el sentido de que el trazo y la tinta vienen de fuera.El deportista se hace desde el deseo, que es inmaterial. La masa muscular de Marion Jones tiene más componentes anímicos que fisiológicos. En alguna ocasión he oído decir que Lamela carece de la morfología precisa para el salto de longitud, aunque suple con ambición los centímetros que le faltan, o que le sobran. Es evidente que cuanto más lejos llega un saltador de longitud, más al fondo llega de sí mismo también. La competición es un pálido reflejo de un movimiento fundamentalmente interior. No hay más que ver la expresión de Yago Lamela en pleno salto para darse cuenta de que a donde intenta llegar es a las zonas más inaccesibles de la propia conciencia. Ningún corredor pretende alcanzar al deportista que va delante de él. Pretende alcanzarse a sí mismo y en esa operación alcanza a veces a los otros. Muchos llaman a eso superación. Estaría de acuerdo con el término si no ocultara la parte oscura de esa necesidad de llegar más lejos. De hecho, en ninguna otra actividad se está tan solo, aunque en el estadio no quepa un alfiler. Me viene a la cabeza el título de aquella excelente novela: La soledad del corredor de fondo.

Pero hay una cosa más que hace terrible y hermoso este arte cuyo soporte es el propio cuerpo, y es el hecho de que en el momento mismo de alcanzar la cumbre, el atleta comienza a deshacer lo que ha hecho con tanto esfuerzo a lo largo de su vida. No se sabe de ningún escritor que a partir de cierta edad desescriba su obra, ni de ningún arquitecto que desmonte sus casas, ni de ningún escultor que desesculpa en la segunda mitad de su existencia lo que se dedicó a esculpir durante la primera. Los músculos, en cambio, comienzan a aflojarse, a deshacerse, a desparecer. Es cierto que quedan las copas, las medallas, los diplomas. ¿Pero qué hay detrás de ellos? A un pintor laureado le podemos decir que nos muestre su obra. Pero a un atleta no podemos pedirle que repita el salto con el que ganó hace cuarenta años una medalla de oro. Los atletas construyen su obra de arte con materia orgánica, perecedera. Eso los hace grandes y misteriosos. A mí me gusta verlos en reposo casi más que actuando porque a veces, en su mirada, se descubre una porción de ese misterio.

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