Tribuna:

El armario

Dejó la gorra de plato sobre el extremo pulido de la mesa y se enfrentó a la correspondencia que, minutos antes, un secretario uniformado y displicente había amontonado con estudiado orden sobre el cartapacio de piel. La luz irrumpía en su despacho con la fuerza de una mañana estival renovada y transgresora. Advirtió entonces que le temblaba el pulso, que el abrecartas metálico hacía más ostensible la involuntaria oscilación de su mano y, sin embargo, en su estómago, en algún lugar de su pecho, le habitaba una extraña sensación de serenidad que no había experimentado hasta entonces. Miraba de ...

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Dejó la gorra de plato sobre el extremo pulido de la mesa y se enfrentó a la correspondencia que, minutos antes, un secretario uniformado y displicente había amontonado con estudiado orden sobre el cartapacio de piel. La luz irrumpía en su despacho con la fuerza de una mañana estival renovada y transgresora. Advirtió entonces que le temblaba el pulso, que el abrecartas metálico hacía más ostensible la involuntaria oscilación de su mano y, sin embargo, en su estómago, en algún lugar de su pecho, le habitaba una extraña sensación de serenidad que no había experimentado hasta entonces. Miraba de cuando en cuando el teléfono, el parpadeo silencioso de sus luces, como esperando que de un momento a otro saltara la alarma de su mecanismo y una llamada recriminatoria y rotunda impactara en su oído con la implacable maledicencia de los justos. Pero no ocurrió. Transcurría el tiempo y el silencio se extendía con una morbidez acusadora en el espacio rectangular de aquella dependencia del Cuartel General del Ejército, mientras él, un hombre de intachable reputación, ampliamente respetado por su brillante carrera jurídica y docente, condecorado por su lealtad, comenzaba a experimentar ahora los primeros estragos de una soledad estratégicamente dispuesta para él. Era, en cierto modo, la venganza o el castigo más sutil que podía esperar de compañeros y jerarcas, el preludio de una larga e inquisitiva forma de desdén y de condena. Ser teniente coronel del Ejército y salir del armario para confesar públicamente su homosexualidad nunca sería entendido como un acto de valor, ni siquiera como un gesto consecuente. Para muchos militares, la decisión de José María Sánchez Silva siempre será una simple traición, una imperdonable cobardía que le ha impedido resistirse a la rigurosa mentira (puntualmente practicada por otros de su condición) de camuflar el instinto con una bella esposa, procreando hijos y cuadrándose enérgicamente ante la bandera, aunque en plena maniobra los ojos se desvíen hacia la entrepierna de los soldados y un suspiro le recuerde el sueño inalcanzable de reconocer la verdad y proclamarla echándole huevos al asunto.

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