Tribuna:Viaje al futuro

La posibilidad de modificar el clima

Una tormenta tropical se forma rápidamente sobre el Atlántico. Con la misma rapidez, la tormenta es desafiada por una docena de aviones del Servicio Climático Nacional, que salen como cazas en busca de un bombardero enemigo. Atacando desde arriba y abajo, los aviones disparan armas secretas que minan la fuerza de los vientos furiosos que se levantan ante ellos.Una vez gastada la munición, el piloto jefe levanta el pulgar de una mano, seguro de que, una vez más, él y su equipo de veteranos cazadores de tormentas han evitado que se formase un huracán.

¿Puede ocurrir algo así realmente? Pr...

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Oscilación ártica

Una tormenta tropical se forma rápidamente sobre el Atlántico. Con la misma rapidez, la tormenta es desafiada por una docena de aviones del Servicio Climático Nacional, que salen como cazas en busca de un bombardero enemigo. Atacando desde arriba y abajo, los aviones disparan armas secretas que minan la fuerza de los vientos furiosos que se levantan ante ellos.Una vez gastada la munición, el piloto jefe levanta el pulgar de una mano, seguro de que, una vez más, él y su equipo de veteranos cazadores de tormentas han evitado que se formase un huracán.

¿Puede ocurrir algo así realmente? Probablemente, no. Estas fantasiosas hipótesis pertenecen a los años cincuenta y sesenta, cuando los científicos tenían una fe casi ingenua en la capacidad de la tecnología moderna para mejorar las condiciones meteorológicas de innumerables formas. Hasta el extremo de que el químico pionero Irving Langmuir señaló que sería más fácil cambiar el clima a nuestro gusto que predecir sus caprichosos cambios y giros. El gran matemático John von Neumann incluso calculó lo que costaría a Estados Unidos un proyecto de modificación eficaz del clima: lo mismo que construir las vías ferroviarias, y tendría un valor incalculablemente mayor.

Por desgracia, todo lo que queda hoy de estas visiones optimistas son unos poco programas dispersos para propagar nubes, cuyos éxitos modestos, aunque reales, han tenido poca trascendencia. De hecho, las esperanzas optimistas de ayer de que conseguiríamos mejorar el clima han dado paso al convencimiento pesimista de que sólo estamos empeorando las cosas. Hoy está claro que aquello que los más sabios científicos del mundo no pudieron conseguir a propósito, la gente corriente está a punto de conseguirlo por accidente. Los seres humanos no sólo tienen la capacidad de alterar los patrones climáticos, sino que ya lo están haciendo, y en formas potencialmente catastróficas.

Consideremos las miles de millones de toneladas de dióxido de carbono que se emiten cada año en el transcurso de nuestra vida cotidiana. Conducir un coche, encender una luz, trabajar en una fábrica, fertilizar un campo: todo ello contribuye a que la atmósfera se cargue cada vez más con gases que retienen el calor. A menos que empecemos a controlar las emisiones de CO2 y de compuestos similares, la temperatura media global probablemente aumentará entre uno y cinco grados durante el próximo siglo; e incluso el extremo inferior de ese espectro podría abonar el terreno para que se produzcan numerosos desastres climáticos. Cuanto más se eleve la temperatura, más rápido se evapora la humedad de la superficie de la tierra y se condensa en forma de gotitas de lluvia en las nubes, lo que incrementa considerablemente el riesgo tanto de sequía como de lluvia torrencial.

La actividad humana está modificando las precipitaciones de otros modos drásticos. Las imágenes tomadas por los satélites muestran que los aerosoles industriales -ácido sulfúrico y similares- emitidos por acerías, refinerías de petróleo y centrales eléctricas están suprimiendo la lluvia en los principales centros industriales. La razón es que los aerosoles interfieren en el mecanismo por el que el vapor de agua en las nubes se condensa y forma gotas de agua lo suficientemente grandes para llegar al suelo.

Esto crea un problema añadido. El científico Brian Toon, de la universidad de Colorado, señala que, dado que una nube contaminada no arroja el agua de lluvia, tiende a aumentar de tamaño y a durar más tiempo, proporcionando una superficie blanca brillante que hace que la luz del sol rebote y se pierda en el espacio. Una de las razones por las que la tierra no se ha calentado tanto como muchos previeron podría ser el tira y afloja entre los aerosoles industriales (que reflejan el calor), y los gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono (que lo no lo dejan salir). Así pues, irónicamente, el precio por reducir un tipo de contaminación podría intensificar los efectos del otro.

La deforestación tiene un nivel de impacto igual de grande. Los árboles conservan mucho carbono en sus tejidos leñosos, y evitan de ese modo que se escapen a la atmósfera. Los árboles también son importantes recicladores de la humedad de la atmósfera. En algunas zonas de la cuenca del Amazonas, la deforestación ha llegado hasta el extremo de alterar los modelos de precipitación. Parte de la humedad que encierran las nubes proviene de la bóveda de la selva y, a medida que desaparecen los árboles, también lo hacen porciones de la reserva acuífera que alimenta la lluvia.

Los arbustos, las hierbas y otros mantos vegetales actúan en líneas generales del mismo modo, atrapando el agua, alimentando de humedad la atmósfera y proporcionando sombra que protege la superficie de la tierra de los secantes rayos de sol. La tala a gran escala que se realiza hoy en día en todo el mundo destruye todo esto.

Para complicar aún más la cuestión, estamos cambiando el paisaje de forma que aumentan los riesgos de exponernos a extremos meteorológicos. Así, aunque en las próximas décadas las condiciones climáticas fueran idénticas a las del pasado siglo, el daño infligido sería mucho mayor. Para apreciar lo que ocurre cuando el manto vegetal desaparece, no hay más que remontarse a la desertización en Estados Unidos durante los años treinta y a la hambruna del Sahel africano en los setenta. En ambos casos, una sequía meteorológica se vio exacerbada por prácticas agrícolas y ganaderas que dejaron desprotegida a la tierra, exponiéndola a la nada piadosa merced del sol y del viento.

La eliminación del manto vegetal también agrava las inundaciones que tienen lugar en los periodos de lluvias torrenciales. Los bosques ribereños de los ríos sirven de esponjas que absorben el exceso de agua, evitando que se precipite toda de una vez en los ríos y afluentes. De modo similar, los humedales de los estuarios y los manglares contribuyen a proteger los asentamientos humanos de las oleadas de tormentas que acompañan a los ciclones y huracanes. Se calcula que el 50% de los manglares de todo mundo ya han sido sustituidos por toda clase de cosas, desde barrios de chabolas a fábricas y granjas. Añadan la previsión de que la subida de las temperaturas provocará un aumento del nivel del mar y ya tienen una receta para un desastre sin precedentes.

Los científicos no han hecho más que empezar a desentrañar el sinfín de niveles en los que los seres humanos y el sistema climático natural interactúan. Hoy sabemos que no todos los aerosoles que lanzamos a la atmósfera provocan un efecto de enfriamiento. Una notable excepción es el hollín, que es producido por los fuegos de leña y la combustión industrial. Debido a su color oscuro, el hollín absorbe la energía solar en vez de reflejarla. De modo que, no hace mucho, cuando una expedición al océano Índico descubrió que grandes nubes de hollín circulaban por la atmósfera, bastantes científicos especularon que su presencia podía incrementar la temperatura de la superficie del mar, afectando potencialmente la fuerza del monzón.

El monzón no es el único ciclo climático que la actividad humana puede alterar. El científico climático John M. Wallace, de la universidad de Washington, considera que el aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero ya está empezando a tener un impacto en otro ciclo importante, conocido como oscilación ártica o del Atlántico Norte. En este caso, la clave no es el calor que producen estos gases en la baja atmósfera sino el enfriamiento que provocan en la estratosfera, donde las moléculas de dióxido de carbono y similares emiten calor al espacio en vez de retenerlo en la atmósfera superior. Este enfriamiento de la estratosfera, especulan Wallace y otros, puede haber influido en los cambios de los patrones de viento de formas que favorecen en invierno una entrada de aire marítimo suave en el norte de Europa, en vez de en el sur de Europa.¿Tiene razón Wallace a este respecto? Nadie lo sabe todavía. Estamos jugando con sistemas tan complejos que los científicos tienen dificultades para entenderlos. El climatólogo Tom Wigley del Centro Nacional de Investigación Atmosférica cree firmemente que la respuesta a nuestros problemas radica no sólo en mejorar el conocimiento del sistema climático sino en avances tecnológicos que puedan contrarrestar -y tal vez invertir- las tendencias actuales. En otras palabras, los sueños imposibles que científicos famosos como von Neumann albergaron una vez no han muerto. Más bien, han sido transformados y, en el proceso, se han vuelto más urgentes.

© Time

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