Tribuna:

Extranjera

Echo de menos hasta al alcalde. "No hay nada como Madrid en agosto", afirman muchos con un canturreo bienintencionado mientras cargan el maletero con sus pareos y sus gafitas de buceo. Desde luego, no hay nada como Madrid en agosto: nada más aburrido.

Los hay también que hacen de la necesidad virtud y apelan a ese montón de posibilidades que, aseguran, ofrece la ciudad y que durante el año no tenemos tiempo o capacidad de disfrutar: "Sal a la calle como si fueras extranjera", me dice un amigo, luchando a duras penas con la cobertura de su móvil desde una paradisíaca playa de Fuertev...

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Echo de menos hasta al alcalde. "No hay nada como Madrid en agosto", afirman muchos con un canturreo bienintencionado mientras cargan el maletero con sus pareos y sus gafitas de buceo. Desde luego, no hay nada como Madrid en agosto: nada más aburrido.

Los hay también que hacen de la necesidad virtud y apelan a ese montón de posibilidades que, aseguran, ofrece la ciudad y que durante el año no tenemos tiempo o capacidad de disfrutar: "Sal a la calle como si fueras extranjera", me dice un amigo, luchando a duras penas con la cobertura de su móvil desde una paradisíaca playa de Fuerteventura.

Pero no soy extranjera, más bien me siento como si estuviera en mi casa y se hubieran llevado todos los libros, hubieran cortado el teléfono, el televisor hiciera interferencias y se hubiera roto el equipo de música. Madrid en agosto se queda como una casa vacía. Ni siquiera parece un pueblo, desde el que, dando un paseo indolente, puedas llegar a un campillo pelado o una charquita estancada; echas a andar y te encuentras en el mismo sitio desde el que has salido: Madrid en agosto.

Bueno, me voy a la calle haciéndome la extranjera para mí misma (¿?) No necesito mapa, ni dudo por qué calle avanzar para llegar a ningún sitio: sé por dónde voy, escojo, de hecho, un recorrido u otro, puesto que conozco los detalles de cada uno, cuál me gusta más, cuál me gusta menos (¿y por qué voy a coger éste sólo porque es agosto?); me lloran los ojos por el sol cuando hago como que me fijo en un edificio singular que he visto mil veces; ni siquiera hay demasiados turistas con los que sentir la empatía de su despiste bobalicón; todo está cerrado.

Sí, empiezo a sentirme extranjera, extranjera de mí misma, extranjera de Camus y sin su maldita playa. Confío en no acabar disparándole a alguien (aunque advierto de que ya he hecho acopio de munición: las hojas del diario íntimo que, por enésima vez y aprovechando la coyuntura, he decidido empezar estos días: las rompes en trocitos que mojas un rato en la boca y con los que haces unas bolitas de papel que puedes lanzar a tu objetivo a través de la funda de plástico de un boli bic, de los de toda la vida).

El caso es que salgo de casa y enfilo por la Gran Vía (¿de qué me sonará a mí esta avenida?; será que las arterias principales son iguales en todas partes...); llego hasta la plaza de Cibeles (¡qué curioso!, si cerrara los ojos, podría montar en un plisplás el edificio de Correos, el del Banco de España, la Casa de América y el carro con la diosa y los leones, como una maquetita exótica que Santa Claus (no conozco a los Reyes Magos, como soy extranjera...) me hubiera traído hace mucho tiempo a mi remoto país. Sigo paseo de la Castellana arriba, hasta la terraza del Café Gijón, que sí me suena porque todos los extranjeros nos tomamos algo ahí. Vuelvo por la calle Prim y hago que me asusto cuando me topo con un soldado metralleta en ristre (¿estaré en un país seguro? ¿No habré caído en una república bananera y me veré envuelta en una refriega?) Llego a la calle Barquillo, bajo por Libertad, paso por delante del portal de mi casa haciéndome la sueca (pues que además no puede considerarse edificio singular), cruzo Barbieri, cruzo San Bartolomé, cruzo Pelayo, llego a la calle Hortaleza.

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Es muy raro, pero no me he encontrado con nadie conocido; claro que, como soy extranjera, no conozco a nadie en esta ciudad. El caso es que llevo un rato mirando a mi alrededor, como con ganas de saludar a alguien a quien hasta le pongo cara y tengo incluso la impresión de pasar delante de su casa.

Estoy un poco asustada, porque no es normal extrañarte de no encontrarte con nadie en una ciudad que no es la tuya. Intento tranquilizarme pensando que será un síndrome propio del extranjero, un efecto secundario de la desubicación turística.

Pero... ¡Dios mío!, oigo voces... Debo de estar fatal... Una voz masculina repite mi nombre... Si yo no conozco a nadie aquí... Seguro que es un sátiro... Huyo a la carrera hasta la plaza de Vázquez de Mella, a quien le han pintado unas gafas naranjas que le quedan genial. Entonces sí, gracias al busto soy capaz de recordar que estoy en mi ciudad, que no sufro otro síndrome que el de Madrid en agosto, y respiro aliviada recordando aquella mañana en que nuestro alcalde vino a inaugurar la remodelación. Sus palabras... Sus comentarios cotidianos... ¡Le echo tanto de menos!

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