Tribuna:

Fronteras

La imaginación es el músculo abductor de los miserables. Cuando el eje de la realidad suena a lata y a matorral seco, la imaginación pone a prueba su capacidad para convertir la desesperación en desaparición. En primer lugar juega con el olvido, borra los ojos de todas las cabras famélicas, diluye las manchas de hastío y de incertidumbre en el cielo de los atardeceres, niega el testimonio de las cajas vacías y cubre los rotos que las uñas de la infelicidad deja sobre las sábanas, los manteles y las banderas. Luego, cuando el olvido al mundo en un papel loco, caritativo y blanco, la imaginación...

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La imaginación es el músculo abductor de los miserables. Cuando el eje de la realidad suena a lata y a matorral seco, la imaginación pone a prueba su capacidad para convertir la desesperación en desaparición. En primer lugar juega con el olvido, borra los ojos de todas las cabras famélicas, diluye las manchas de hastío y de incertidumbre en el cielo de los atardeceres, niega el testimonio de las cajas vacías y cubre los rotos que las uñas de la infelicidad deja sobre las sábanas, los manteles y las banderas. Luego, cuando el olvido al mundo en un papel loco, caritativo y blanco, la imaginación saca sus lápices de colores y pinta un lugar distinto, un país nuevo, un puesto de trabajo, una familia, una casa, un coche, un árbol, una butaca, un teléfono y un televisor. Es el dibujo infantil que poco después, en manos de la adolescencia inevitable, se emborrona y se sobrecarga de líneas demasiado precisas.Ahmed puso un día en movimiento sus músculos abductores, contrató un lugar vacante en la patera de la noche y pensó en las costas de Andalucía. Los pliegues que hay entre la oscuridad y el amanecer son imprevisibles, porque la luz es la mejor aliada de la imaginación, un saco sin fondo del que pueden salir los mayores milagros. Es verdad que la noche y el día marcan también una frontera mezquina sobre el agua, el rayo turbio de un astro desconocido en el que cabe la esclavitud, el tráfico de vidas, el desprecio y los colmillos más persistentes de la condición humana. Pero Ahmed estaba dispuesto a arriesgarse, quería poner el pie en su dibujo infantil del litoral de Cádiz, abrirse camino con las cuatros palabras aprendidas de los turistas y resistir en las vísceras implacables de la nada hasta encontrar su casa, su butaca y su televisor. La vida tiene mucho de película de marcianos, y es posible que Ahmed pudiera ver un día, en un salón confortable con hijos y alfombras, una de esas historias en las que el foco del platillo volante te hace desaparecer, estás y ya no estás, y te saludan de pronto en una lengua extraña, en cualquier calle de un país lejano, porque has volado sobre el planeta justo en el segundo ambiguo que parte la noche y la mañana. Es como cambiar de canal.

El cuerpo humano no pertenece del todo a la imaginación, pero dispone de la flexibilidad suficiente como para compartir su espacio con otros veinte cuerpos, y puede diluirse en un rayo o perderse entre los codos, las espaldas y la respiración de los compañeros de viaje. Cuando el propio cuerpo es sólo una sensación, borrado por el todo y por la nada, por las rodillas de Oriente y las clavículas de Occidente, la mano de nieve de luna está más cerca que nunca, casi apoyada en los hombros, pero el mar se extiende como un silogismo interminable que no confía en la espuma de su última premisa. Hasta que por fin las costas de Cádiz empiezan a flotar en el horizonte, las luces de la imaginación confunden sus brillos con la realidad y la patera se dirige directamente a la casa, el árbol y la butaca de Ahmed. Ya está aquí, ya puede saltar, ya pone el pie en la arena de las dunas, ya corre entre los pinos, ya se para a leer un letrero que no entiende: U. S. A. Military Restringed Area. Rota.

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