Tribuna:LA CRÓNICA

Los paseos de la razón PEDRO ZARRALUKI

A primeros de febrero del año 1799, en una tienda de licores y perfumes situada en el número 1 de la calle del Desengaño de Madrid, se puso a la venta la serie de los Caprichos, de Francisco de Goya. El pintor, que ya había dejado de ver el mundo como un lugar amable del que se podían extraer alegres escenas para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, ofrecía su visión de una España ciega, supersticiosa y mediocre. Enconado detractor de la Iglesia aunque en el fondo creyente, enamorado de la segunda dama de España y al mismo tiempo martillo de aristócratas, pintor de la Corte pero...

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A primeros de febrero del año 1799, en una tienda de licores y perfumes situada en el número 1 de la calle del Desengaño de Madrid, se puso a la venta la serie de los Caprichos, de Francisco de Goya. El pintor, que ya había dejado de ver el mundo como un lugar amable del que se podían extraer alegres escenas para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, ofrecía su visión de una España ciega, supersticiosa y mediocre. Enconado detractor de la Iglesia aunque en el fondo creyente, enamorado de la segunda dama de España y al mismo tiempo martillo de aristócratas, pintor de la Corte pero íntimo amigo de los espíritus más ilustrados del país, contradictorio en fin como nadie lo haya sido nunca, Goya iniciaba su largo y genial paseo por el grabado.Este verano se expone en La Pedrera una selección que intenta destacar los personajes y los rostros de los aguafuertes que componen las cuatro series goyescas, lo que me llevó el otro día a hacerles una visita. Fue algo así como ir a ver a unos sobrinos muy queridos. Allí estaban la bruja en su escoba enseñando a volar a su alumna ventruda, mórbida y sin rostro; el Frankenstein avant la lettre con el pensamiento acerrojado de Los Chinchillas; la extraña y desasosegada belleza romántica de la mujer recluida en prisión por haber sido sensible...

No tardé en descubrir que había algo nuevo en los grabados, algo que me impresionaba y que en realidad era ajeno a ellos: una exposición es un paseo, y aquel paseo discurría sin que te agobiaran el amontonamiento de las piezas ni ese excesivo didactismo hoy tan omnipresente. Hasta la forma y el color de los paneles, los marcos de los grabados y las grandes reproducciones de alguno de sus personajes resultaban de una insólita elegancia. Reinaba allí un orden austero y respetuoso.

El artífice de aquel orden se llama Lluís Pera. Pedí una entrevista con él, y gracias a ello descubrí un oficio en el que nunca me había fijado y del que no tenía noticia. Las exposiciones nacen de un comisario que conoce y elige las piezas, pero necesitan también un diseñador que sitúe esas piezas en el espacio que se ha elegido.

Lluís Pera habla y se mueve con ese implacable sosiego del que sólo puede disfrutar alguien que viva de organizar paseos a los demás. El texto que preside su tarjeta es toda una declaración de principios: "Diseño y conceptualización de espacios efímeros". Mientras él me explicaba su trabajo, advertí que me estaba invadiendo una curiosísima oleada de envidia. Sentía una envidia nueva, primaveral, de aquel individuo al que apenas conocía, por dedicarse a una actividad de la que no había oído hablar hasta entonces.

"En estas exposiciones -me explicaba el diseñador- a veces es tan importante el discurso que se transmite como la obra misma. Yo tengo que formalizar, ambientar la idea del comisario, y cuando el público entre en las salas ha de quedar inmerso en un clima que le lleve después a buscar más información. Ten en cuenta que percibimos visualmente las cosas mucho más rápidamente de lo que las racionalizamos".

Pensé en el grabado que preside mi mesa de trabajo, el número 43 de los Caprichos: El sueño de la razón produce monstruos. Pensé que era aquélla una frase muy visual, la frase de un artista (a fin de cuentas Moratín, gran amigo de Goya, tenía que corregirle las muchísimas faltas ortográficas que hacía el pintor al titular sus obras), y pensé también que el mundo estaba lleno de magníficos monstruos que era un placer revisitar.

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Pregunté a Lluís Pera por su siguiente proyecto. Me contestó que estaba preparando una exposición sobre el arte de las estepas, de Alejandro Magno a Gengis Kan. La cabeza se me llenó con el ruido de los cascos de los caballos lanzados al galope. Sentado entre los sueños de la razón de Goya, entregado por completo a la envidia por una profesión que hasta la fecha desconocía, sospeché que sólo en la paciente sumisión a lo efímero se puede alcanzar la solidez del recuerdo. Hay profesiones decididamente bonitas.

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