Tribuna:

UE: de dónde venimos, hacia dónde vamos.

Al fin se ha planteado la cuestión fundamental, y ya era hora, gracias a Jacques Chirac y Joschka Fischer: ¿hacia qué Europa nos dirigimos, sin darnos cuenta o voluntariamente?Las respuestas que aportan el ministro alemán de Asuntos Exteriores y el presidente de la República Francesa no son las mismas, pero responden a la misma intención. La de aclarar, simplificar y, sobre todo, la que consiste en situar a los ciudadanos en el corazón de la Unión Europea (UE). Fischer propone una federación de Estados-naciones. Chirac no vacila en hablar de una constitución. En todo caso, sus proyectos se...

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Al fin se ha planteado la cuestión fundamental, y ya era hora, gracias a Jacques Chirac y Joschka Fischer: ¿hacia qué Europa nos dirigimos, sin darnos cuenta o voluntariamente?Las respuestas que aportan el ministro alemán de Asuntos Exteriores y el presidente de la República Francesa no son las mismas, pero responden a la misma intención. La de aclarar, simplificar y, sobre todo, la que consiste en situar a los ciudadanos en el corazón de la Unión Europea (UE). Fischer propone una federación de Estados-naciones. Chirac no vacila en hablar de una constitución. En todo caso, sus proyectos se inspiran en una constatación común. Frente a la ampliación, la Conferencia Intergubernamental que debería concluirse con el Tratado de Niza en diciembre próximo no bastará para responder a las necesidades de una Europa con 28, o incluso 30 Estados. Plantean, pues, la cuestión de refundar la Unión Europea. Ya era hora de dar a la UE una perspectiva a medio y largo plazo.

Hoy en día, considero que hay dos corrientes de fuerzas que actúan en sentido contrario, arrastrando a Europa de una forma que me parece irreprimible. La primera es la de una integración comunitaria cada vez más avanzada; la segunda, la de la próxima ampliación de la UE.

La década que acaba de terminar ha quedado marcada por una aceleración considerable del proceso de integración comunitaria, que ha requerido un alto nivel de transferencia de las competencias tradicionalmente inherentes a la soberanía de los Estados.

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A la vista de lo que habría podido imaginarse hace menos de veinte años, Europa ha cumplido y desarrollado una revolución, desde luego pacífica y consentida, pero auténtica, tanto en lo que se refiere al gran mercado interior como a la moneda única, a la libre circulación de personas, al proyecto de un espacio judicial europeo, a la creación de una fuerza militar europea de intervención creíble y, mañana, inevitablemente, a una aproximación de nuestras legislaciones fiscales y sociales respectivas.

Contradiciendo el tópico existente, hay que decir que es la necesidad y el realismo lo que ha conducido a los Estados miembros a compartir sus soberanías, mucho más que unas opciones de naturaleza ideológica, y poco importa interrogarse hasta el infinito respecto de términos tramposos para saber si Europa es o no federal. Me alegro de que podamos salir de este falso debate.

El audaz camino que eligió Europa no tenía alternativas creíbles, porque la experiencia de las primeras décadas de la Comunidad Europea mostró que la mera cooperación intergubernamental, aun cuando siga siendo necesaria, como es natural, tiene sus límites y no habría podido superar, frente a unas evoluciones tan radicales como las que acabo de evocar, su indecisión y, por tanto, el estancamiento.

Posteriormente, y en el marco del proceso comunitario, el poder ejecutivo, es decir, el Consejo de Ministros, se ha apropiado muy a menudo del monopolio de la aprobación de las directivas y reglamentos comunitarios que tenían preeminencia sobre las leyes nacionales y frente a los cuales los Parlamentos nacionales sólo tenían a posteriori un poder de transposición a su Derecho interno.

Hoy en día, el Parlamento Europeo es un verdadero legislador. Esta función legislativa a nivel europeo reintrodujo en la normativa institucional de la UE la dimensión parlamentaria que le faltaba desde el punto de vista de los principios de la democracia, que exige el debate público entre los representantes elegidos por los pueblos.

El debate sobre las nuevas relaciones entre Europa y los Estados, entre Europa y las naciones, no es mediocre. Es noble y actual.Quizá se haya planteado, sin embargo, de una manera demasiado parcial en las polémicas que se desarrollan a propósito de él.

La construcción europea no es la única responsable de la realidad o de la percepción de un debilitamiento de la soberanía de los Estados, y este sentimiento es más fuerte en los países en que el Estado conserva un poder muy centralizado.

Hay que redefinir las funciones esenciales del Estado en el mundo de hoy, en que se ejercen, no una, sino tres presiones conjugadas e interactivas: la de la construcción europea, la de la mundialización, la de la regionalización. Se trata de una tarea urgente.

En lo que respecta a la legislación europea, la cuestión previa de su correcto fundamento a la vista del principio de subsidiariedad (quién se ocupa de qué a los distintos niveles de toma de decisiones en Europa) se plantea en términos cada vez más vivos, en la medida en que los pueblos, con toda justicia, cada vez aguantan menos que se construya una Europa sin ellos. Por otra parte, la existencia de fuertes poderes regionales, como los länder alemanes, exige que se delimiten escrupulosamente las competencias.

La segunda fuerza que empuja a Europa es la de la próxima ampliación de la UE. Esta ampliación se ha iniciado ya de una forma tal que el proceso parece en gran medida irreversible. Y, sin embargo, la reflexión que se ha desarrollado a propósito de ella sigue siendo fragmentaria y, por decirlo con claridad, no está a la altura de los desafíos que plantea.

La familia de la UE, construida pacientemente desde hace medio siglo sobre los escombros de una guerra espantosa, está ya abierta a todos los pueblos de Europa que se han liberado de la opresión. Por su geografía, por su historia, que durante tanto tiempo hemos compartido, por sus culturas, los países actualmente candidatos de la Europa central y oriental son candidatos naturales a adherirse a la UE. Pero, como la lengua de Esopo, que puede expresar al mismo tiempo lo mejor y lo peor, la ampliación que se prepara puede convertirse en la manifiesta consagración de la reunificación de toda Europa y la revancha pacífica de los excluidos de Yalta, o bien en el fermento de una insensible dilución del acervo de la UE.

¿Hacia qué Europa vamos, bajo la influencia de esta ampliación? Una vez que se hayan cumplido las condiciones económicas y democráticas de los países candidatos, ¿hasta dónde querrá extenderse geográfica y culturalmente la UE? Y en el caso de que se hiciera una configuración muy amplia, ¿en qué condiciones sería positiva la integración de los países interesados para ellos mismos y para la UE? La concesión a Turquía del estatuto de país candidato ha tenido al menos el mérito de plantear el debate. Por su parte, el presidente de la República Francesa estima que la cuestión de las "fronteras geo

gráficas últimas de la Unión" será una de las tareas que habrán de iniciarse tras el Consejo Europeo de Niza.

La Conferencia Intergubernamental que concluirá normalmente bajo la presidencia francesa debe estar a la altura de un desafío de este nivel. Es, desde luego, indispensable que se resuelvan prioritariamente, además de la flexibilización de lo que se llama cooperaciones reforzadas, las tres cuestiones que el Tratado de Amsterdam había dejado en suspenso (el tamaño de la Comisión; la mayoría cualificada en el Consejo; la reponderación de los votos en su seno). Pero, para la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos, estas cuestiones muy técnicas no significarán nada o significarán muy poco.

La cuestión principal es garantizar la durabilidad de las instituciones de la UE con la perspectiva de la ampliación. Así, la mayoría cualificada debe convertirse en la norma del Consejo, y la unanimidad, su excepción. Aun cuando los miembros del Consejo parezcan estar ya de acuerdo con la necesidad de flexibilizar el mecanismo de las cooperaciones reforzadas (la facultad de avanzar para un cierto número de Estados miembros), éstas no resolverán los problemas de la capacidad decisoria de las instituciones y no pueden servir de coartada para cubrir un resultado insuficiente respecto a las modalidades de votación en el seno del Consejo.

Es también prioritaria la relación con los ciudadanos. Así, es fundamental que la Carta de los Derechos Fundamentales que se está elaborando quede integrada en los tratados. Al dar a esta carta una fuerza jurídica, la UE, en vísperas de una ampliación sin precedentes, confirmaría que está basada sobre todo en una comunidad de valores compartidos. Esta vía podría contribuir a devolver un aliento, un ideal y, por decirlo claro, un alma a la construcción europea.

La tercera orientación, muy ampliamente deseada por nuestro Parlamento, ha tenido en estos últimos días una actualidad prometedora. Se trata de la perspectiva de dotar a la UE de una constitución que consagrará la ciudadanía europea.

Por fin, la edificación de la Europa del siglo XXI se inicia con una gran ambición colectiva a la altura de los desafíos a los que tiene que responder.

Nicole Fontaine es presidenta del Parlamento Europeo.

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