Tribuna:

H-1B

Así son conocidos los visados temporales que se conceden en EE UU a los trabajadores cualificados. Hasta ahora eran 100.000 anuales, pero el gobierno de Clinton se propone ampliar el cupo hasta 200.000 a instancias de las empresas deficitarias. No se trata de espaldas mojadas por las corrientes del Río Grande, ni de inmigrantes depauperados a la búsqueda de mera subsistencia. Son cerebros andantes, expertos en informática, telecomunicaciones o electrónica, cuya única misión es engordar, hasta límites jamás vistos, el Nasdaq y la bolsa de Wall Street. Inmigrantes de lujo, recibidos con honores ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Así son conocidos los visados temporales que se conceden en EE UU a los trabajadores cualificados. Hasta ahora eran 100.000 anuales, pero el gobierno de Clinton se propone ampliar el cupo hasta 200.000 a instancias de las empresas deficitarias. No se trata de espaldas mojadas por las corrientes del Río Grande, ni de inmigrantes depauperados a la búsqueda de mera subsistencia. Son cerebros andantes, expertos en informática, telecomunicaciones o electrónica, cuya única misión es engordar, hasta límites jamás vistos, el Nasdaq y la bolsa de Wall Street. Inmigrantes de lujo, recibidos con honores y bandas de música hasta por los republicanos más conservadores. No importa que se trate de filipinos, taiwaneses o chinos; indios o tostados paquistaníes; coreanos de ojos rasgados o españoles bajitos y morenos. Basta con que sean inteligentes (lo cual, hasta hace poco, más bien parecía un contrasentido) y llenen la red de ideas susceptibles de transformarse en productos dirigidos a un mercado ávido de novedades. El dinero ya lo pondrán ellos. Es lo que les sobra.California, Boston, Seattle, Washington o Nueva York los necesitan como agua de mayo. Les pagan bien, les construyen iglesias y escuelas para sus hijos y les hacen la vida agradable; son unos más entre ellos. He aquí una de esas múltiples paradojas sociales generadas por las tecnologías de la información que, sin embargo, contiene una lógica aplastante en el terreno económico. Hace tiempo que sabemos que el potencial de crecimiento de los países, tras la irrupción masiva de las nuevas tecnologías a mediados de los ochenta, ya no depende tanto del volumen de capital acumulado, como antaño, sino, sobre todo, de la cantidad de materia gris disponible para usos productivos. Por eso todo el mundo habla de la economía del conocimiento, aunque en algunos países, como el nuestro, ésta se practique bien poco.

Quien todavía albergue dudas sobre ello, basta con que realice una simple estimación de la parte que, del precio que paga por cualquier producto de carácter tradicional, se dirige ahora a retribuir los factores llamados intangibles, ligados a inputs de conocimiento cualificado (diseño, calidad, innovación, marca, servicio, etc.), en relación a los restantes componente de coste (materiales y la mano de obra directa). Se encontrará con una proporción cada vez mayor de aquélla en comparación con lo que sucedía hace diez o quince años.

Pero no sólo es esto, la economía del conocimiento es, sobre todo, la capacidad para situar en el mercado multitud de nuevos productos y servicios gracias al extraordinario desarrollo, y elevada accesibilidad (bajo coste), de las nuevas tecnologías. Un nuevo contexto, en el que el verdadero potencial productivo anida ahora en el interior de las mentes bien formadas, estén donde estén éstas; y no, como antaño, en los grandes magnates del capital establecido. Por primera vez en tres siglos, éstos ya no lideran el proceso, se limitan a observar; eso sí, dejándose caer, como paracaidistas bien entrenados, sobre las ideas cuando éstas surgen por doquier sin plan establecido alguno. A la postre, qué importa que no se tengan ideas si éstas se pueden comprar. Cuatro billones de pesetas se invirtieron, sólo por este método (el conocido capital-riesgo), el año pasado en EE UU.

Claro que ello puede repercutir de manera imprevista sobre ciertos niveles de la vieja estratificación social, emborronando algunas de sus fronteras. Ahora, por poner un ejemplo, resulta peligroso para las familias pudientes hacer distinciones basadas exclusivamente en el peso de los apellidos y las fortunas labradas durante lustros. Tras un joven indio en vaqueros (¿otra paradoja de la Historia?) y desaliñado, puede esconderse un Bill Gates cualquiera y, por tanto, mucho dinero a ganar. Sólo se precisa exigir ciertas garantías, en forma de certificado H-1B, para asegurarse de que no le den a uno gato por liebre.

Xenófobos y racistas, sí, pero dentro de un orden. Los republicanos americanos están totalmente de acuerdo en ampliar los H-1B pero no a cambio, como propone Clinton, de legalizar los 500.000 ilegales centroamericanos que viven en los suburbios de la economía del conocimiento, en el borde mismo de la supervivencia. Y no por ser hispanos y pobres, sino porque jamás dejarán de serlo. Su materia gris es de baja calidad, la mayoría no han ido ni a la escuela primaria. No hay sitio para ellos en las páginas web ni, por tanto, en la tierra prometida. Inmigrante rico, inmigrante pobre, éste es el nuevo signo de los tiempos.

Y así, de este modo tan elegante y sutil, los países de la periferia del desarrollo, tras invertir lo que no tienen en educación, se dedican a subvencionar a las empresas americanas de la nueva economía exportando lo más granado de su ya escaso capital humano, mientras ellos se quedan con los más pobres de los pobres. Esperando a Godot, como siempre.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

No, si tontos, lo que se dice tontos, los americanos, no son. ¿Seguirán sus colegas europeos tan ejemplar, y lucrativo, comportamiento? Atentos.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

Archivado En