Tribuna:

Putin

No hay nada como una visita de Estado para poder asistir, en primera fila, al soterrado juego de los intereses y los miedos, de la hipocresía y el cinismo. Sobre todo cuando el visitante es un pez gordo y tiene detrás de sí prebendas y amenazas. Como es el caso de Putin, el helador presidente de la Federación Rusa, a quien estamos recibiendo en España en estos días como si fuera un estupendo coleguilla, una noble eminencia, todo un caballero.Y, sin embargo, es el mismo Vladímir Putin que destrozó Chechenia, que borró Grozni del mapa con crueldad asiria, como quien siembra sal sobre el terr...

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No hay nada como una visita de Estado para poder asistir, en primera fila, al soterrado juego de los intereses y los miedos, de la hipocresía y el cinismo. Sobre todo cuando el visitante es un pez gordo y tiene detrás de sí prebendas y amenazas. Como es el caso de Putin, el helador presidente de la Federación Rusa, a quien estamos recibiendo en España en estos días como si fuera un estupendo coleguilla, una noble eminencia, todo un caballero.Y, sin embargo, es el mismo Vladímir Putin que destrozó Chechenia, que borró Grozni del mapa con crueldad asiria, como quien siembra sal sobre el terreno devastado para que nada crezca; es ese Putin intolerante que persigue la libertad de prensa en su propio país y que acaba de convertir Chechenia en una especie de colonia militar rusa, terminando con cualquier esperanza de autonomía política o elecciones democráticas. Estamos hablando de masacrar a un pueblo para lograr votos (la guerra coincidió con las elecciones a la presidencia) y de acaparar, mediante la fuerza bruta, el suculento negocio del oleoducto del Cáucaso. Estamos hablando, en fin, de imperialismo puro y duro, de imperialismo clásico, siempre expansivo, siempre abusivo, siempre violento.

El político griego Alcibíades, feroz partidario de los oligarcas y del poderío absoluto de Atenas, ya definió a la perfección hace 2.500 años lo que es el talante imperialista: "Así hemos conseguido nosotros el imperio", decía, refiriéndose a Atenas, "ayudando animosamente a los que en cada ocasión, bárbaros o griegos, han pedido nuestra ayuda; puesto que, si todos se mantuvieran en paz, o juzgaran por afinidad ética a quienes deben ayudar, al aumentar escasamente nuestro imperio lo pondríamos en peligro... No nos corresponde matizar hasta qué límite queremos mandar, sino que, puesto que tenemos un imperio, es una necesidad para nosotros atacar a unos y no dejar en paz a otros, puesto que corremos el peligro de ser dominados por otros si no los dominamos nosotros a ellos". Ése es el problema de los imperialistas: necesitan estar en perpetuo y agresivo movimiento para no colapsarse. Un poder de este tipo, sin una base democrática que lo neutralice (y Rusia no la tiene), resulta espeluznante.

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