Tribuna:

Pluralismo

La decisión de celebrar el Día de las Fuerzas Armadas con un desfile del Ejército español desplegado sobre las calles de Barcelona parece una provocación, pues no venía en absoluto a cuento. ¿Qué sentido tiene humillar innecesariamente al nacionalismo catalán, obligándole a tragarse semejante píldora sin contrapartida ni negociación? ¿Acaso se trataba de un ritual etológico destinado a marcar el territorio, a fin de ostentar desde un comienzo la nueva mayoría absoluta españolista? ¿Suponía un aviso dirigido a navegantes, que si ofendía a un aliado bajo control, como es Pujol, sólo se hacía par...

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La decisión de celebrar el Día de las Fuerzas Armadas con un desfile del Ejército español desplegado sobre las calles de Barcelona parece una provocación, pues no venía en absoluto a cuento. ¿Qué sentido tiene humillar innecesariamente al nacionalismo catalán, obligándole a tragarse semejante píldora sin contrapartida ni negociación? ¿Acaso se trataba de un ritual etológico destinado a marcar el territorio, a fin de ostentar desde un comienzo la nueva mayoría absoluta españolista? ¿Suponía un aviso dirigido a navegantes, que si ofendía a un aliado bajo control, como es Pujol, sólo se hacía para escarmentar en cabeza ajena cualquier otra posible tentación soberanista? ¿O era un simple gesto de consumo interno, a modo de guiño de complicidad sólo escenificado de cara a la propia galería, para contentar a cuantos se desgañitan en Génova insultando a Pujol cada noche electoral? Puede que se trate de todas esas cosas a un tiempo, pues el crecido Aznar está demostrando ser aplicado aprendiz de Maquiavelo. Y de ser esto así, lo más probable es que señales análogas a ésta volverán a darse.Tres días antes del desfile, Aznar recibió por fin a Chaves y aceptó satisfacer las reivindicaciones históricas andaluzas, restañando viejos agravios comparativos con Cataluña. Y es posible que esto anuncie la negociación de una nueva plataforma antinacionalista, por el estilo de pasadas loapas y loapillas. Así se confirma que Aznar está cambiando de adversario político, pues su estrategia ha dejado de ser prioritariamente antisocialista para concentrar todos sus recursos en la cruzada antinacionalista. Por eso el desfile del sábado no parece más que la primera escaramuza de la continua guerra de desgaste que se piensa orquestar durante la presente legislatura. Otro episodio quizá inmediato será la probable resurrección de la abortada Comisión de Humanidades, que buscó unificar la enseñanza de la plural historia de España. Y qué duda cabe de que a Aznar le gustaría cerrar su campaña antes de las elecciones con un desfile militar celebrado en el Arenal de Bilbao: hacia allí apunta la bofetada que acaba de recibir Pujol.

¿Qué pensar de semejante apertura de hostilidades? Hay que reconocer que la defensa de la unidad constitucional es perfectamente legítima, aunque sea la derecha quien la emprenda. E incluso puede resultar conveniente, pues una pasada por el antinacionalismo reforzaría el pacto federal previsto por la Constitución, contrarrestando las tendencias confederales asimétricas o soberanistas. La democracia se basa en la división de poderes en equilibrio que recíprocamente se oponen y contrarrestan. Por eso no hay nada que temer en la elevación de la tensión política entre centro y periferia, que es algo consustancial a la democracia entendida como antagonismo civil. Cualquier nivel de hostilidad es legítimo y asumible con tal de que todas las partes tengan un respeto exquisito por la limpieza del juego. Y lo único inadmisible es hacer concesiones a quienes amenazan con romper las reglas. Así que, bienvenido sea el antinacionalismo si es que frena los abusos nacionalistas. No obstante, también cabe matizar esta posición.

Si bien el antinacionalismo es legítimo, y puede convenir pasar un tiempo bajo su predominio, sin embargo a largo plazo no debe vencer eliminando al nacionalismo definitivamente. Quiero decir que ambas posiciones, nacionalista asimétrica y antinacionalista federal, deben permanecer y coexistir, enfrentándose abiertamente, pero sin terminar de imponerse por completo ninguna de ambas. Y si conviene mantener viva esta tensión nacional es porque, como ha señalado J.M. Colomer, se trata de la principal fuente de pluralismo político permitida por la Constitución, que en lo demás favorece la concentración bipartidista de un poder mayoritario que excluye la participación ciudadana. Por eso, acabar con el nacionalismo periférico sería como arrojar al bebé con el agua sucia del baño, renunciando a la casi única forma con que contamos para dividir y redistribuir el poder, poniéndolo al alcance y bajo el control cercano del pluralismo ciudadano.

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