Tribuna:LA CRÓNICA

El regreso de Valery Larbaud ENRIQUE VILA-MATAS

Hace 102 años, en la primavera de 1898, un joven Valery Larbaud, en compañía de su madre, pasó por Barcelona al término de un largo viaje por España. No sé por qué nunca había imaginado a Larbaud paseando por Barcelona. He averiguado que estuvo en esta ciudad al consultar yo los pocos libros que de él se han traducido entre nosotros. Los he consultado a modo de alegre fiesta privada, celebrando que en la villa ducal de Montblanc, en Tarragona, la editorial Igitur se haya decidido a publicar -traducción y epílogo de Ricardo Cano Gaviria- una de las joyas literarias que Larbaud nos legó: Enfanti...

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Hace 102 años, en la primavera de 1898, un joven Valery Larbaud, en compañía de su madre, pasó por Barcelona al término de un largo viaje por España. No sé por qué nunca había imaginado a Larbaud paseando por Barcelona. He averiguado que estuvo en esta ciudad al consultar yo los pocos libros que de él se han traducido entre nosotros. Los he consultado a modo de alegre fiesta privada, celebrando que en la villa ducal de Montblanc, en Tarragona, la editorial Igitur se haya decidido a publicar -traducción y epílogo de Ricardo Cano Gaviria- una de las joyas literarias que Larbaud nos legó: Enfantines, aquí traducida con el título de De la tierna edad.Hoy que tanto se habla de Pessoa conviene que se sepa que Larbaud, con la creación de Barnabooth -joven millonario y huérfano, de origen suramericano, autor de poemas que parecen vagones de trenes de lujo por una Europa iluminada-, se adelantó nada menos que seis años al primer heterónimo de Pessoa. En realidad, el de Larbaud fue el primer heterónimo de la literatura moderna.

En De la tierna edad el lector encontrará la voz leve y densa -llena de matices y sutilezas, y suficientemente bien educada para, siéndolo, no parecer profunda- de este autor cuyos más altos logros están arraigados en su tierra de infancia. Esa tierra de infancia -una edad vista como un verano de deberes escolares truncados por la adversidad de hacerse mayor- no le abandonó nunca, y menos aún le había abandonado cuando con 17 años pasó por Barcelona. "Era el año del desastre colonial", se lee en su Diario alicantino, "en que la peseta estaba bajísima, las tropas vencidas regresaban de Cuba, de Puerto Rico y Filipinas, y cuando los últimos vestigios de la potencia marítima española se habían desvanecido". Recuerda Larbaud la impresión que le causaron los repatriados con sus pobres uniformes coloniales hechos de una tela amarillenta con rayas negras o azul oscuro. Y recuerda cómo en Barcelona, al final de las Ramblas, dos de esos repatriados, dos hombres de los que cabía suponer que no hacía mucho "habían sido brillantes lanceros de Filipinas", intentaron venderle a su madre dos puros que traían de Manila.

Es probable que los dos puros de Manila marcaran, entre otras imágenes inolvidables, el inicio de su historia de amor con la cultura española, una cultura con la que fue muy generoso -traductor al francés de Gómez de la Serna y de Gabriel Miró y difusor empecinado de obras de D'Ors y de Unamuno-, mucho más de lo que ésta lo ha sido con él. Porque casi parece mentira que se hayan traducido tan pocas de sus obras y que éstas, además, sean prácticamente inencontrables. Por eso no puedo más que alegrarme de que en Montblanc se acuerden todavía de él, de este singular escritor que tenía la manía de sacar brillo a lo empañado y a la luz lo que ha sido relegado a la sombra.

Ojalá que la aparición de De la tierna edad pueda contribuir a devolver luz a la figura de quien lleva entre nosotros tanto tiempo relegado a la sombra, a la figura de quien, en su visita de 1898, quedó impresionado por Barcelona, sobre todo al descubrir la cuestión catalana y ver que la ciudad no era sólo la segunda de España, sino muchísimas cosas más. Se llevó una sorpresa con Barcelona y juzgó que ésta era la más grande y más moderna de las ciudades mediterráneas, incluida Nápoles. Optimista por naturaleza, Larbaud dejó escrito que si se modernizaba un poco más el vagón de tercera que Barcelona aún era, la ciudad podía acabar convertida en el modelo más perfecto de vagón existente en Europa. Y ya de vuelta a su Vichy natal -al que alguna vez llamó Cretinville-, escribió que se había enamorado de Barcelona como se enamora uno de un nuevo autor que sabe expresar los pensamientos que se habían formado vagamente en nuestro espíritu.

A Larbaud le encantaba descubrir escritores olvidados -rehabilitó la figura de Scéve, el Góngora francés- y también nuevos autores -fue el primer europeo que habló de Borges cuando éste sólo tenía 25 años-, y merecería ahora, con su reaparición en Cataluña de la mano de sus Enfantines, que supiéramos sacarle brillo a su figura injustamente empañada, esa figura de paseante barcelonés al que intentaron venderle dos puros de Manila.

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