Tribuna:

El ciudadano como accionista.

Los asuntos económicos tienen una complejidad parecida a la que afronta un detective que busca al autor de un crimen. La indagación apunta a resolver preguntas del estilo ¿quién manda aquí?, ¿quién ha sido? Pero las preguntas serían inadecuadas si no hubiera propiamente un asesinato, sino una muerte resultante de azarosas confluencias, imprudencias temerarias, accidentes fortuitos o condicionamientos sociales. Pues bien, los asuntos sociales ofrecen muchas falsas pistas cuya sugestión es preciso resistir para no contentarse con la falsa solución de dar con el culpable o encontrar a quien p...

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Los asuntos económicos tienen una complejidad parecida a la que afronta un detective que busca al autor de un crimen. La indagación apunta a resolver preguntas del estilo ¿quién manda aquí?, ¿quién ha sido? Pero las preguntas serían inadecuadas si no hubiera propiamente un asesinato, sino una muerte resultante de azarosas confluencias, imprudencias temerarias, accidentes fortuitos o condicionamientos sociales. Pues bien, los asuntos sociales ofrecen muchas falsas pistas cuya sugestión es preciso resistir para no contentarse con la falsa solución de dar con el culpable o encontrar a quien pueda poner orden. La naturaleza de los problemas obliga a formularlos de otra manera, menos personalizante, que ponga en juego otras lógicas, no tan disyuntivas como las tradicionales, para las que no hay más alternativa que el orden o el caos, el interés o el altruismo, el mercado o la política.En un mundo globalizado los grandes benefactores del progreso son difíciles de identificar y perfectamente prescindibles. Ya no son los grandes empresarios, los inventores y los organizadores quienes representan la voluntad colectiva de transformación social. Los que mueven el mundo no son personificables como los viejos héroes del movimiento social. Ahora son los accionistas quienes, con su incesante agitación, minúscula y gigantesca a la vez, empujan el mundo en un proceso tan poderoso como lábil e inestable. Los denominados agentes sociales no son guías, dirigentes o conductores sino, más bien, producciones necesarias de un capitalismo impulsado en última y definitiva instancia por los accionistas. El manager se parece cada vez menos a un Führer y se desliza hacia la figura de un delegado o administrador. El rostro de un Bill Gates no representa una personalidad revolucionaria; se asemeja más bien a uno de esos retratos seriados de Andy Warhol. El pop art ha captado mejor esa impersonalidad del nuevo capitalismo que todos los manuales para el éxito en la gestión empresarial.

Del mismo modo que las monarquías ya no suponen la entronación de un poderoso sino la delegación en una persona de unas funciones de representación, también el capitalismo se ha desprendido de la personificación carismática. El accionista no es el propietario que exige libertad de acción; también él es un funcionario del progreso sin saberlo. Y para ello apenas necesita saber qué tipo de bienes producen las empresas que posee efímeramente. Para ser un accionista exitoso -como para regir adecuadamente- basta con dejarse asesorar por los analistas... que tampoco son los dueños y señores de la situación, sino meros servidores del accionista.

El capitalismo accionarial se ha producido como consecuencia de un espectacular aumento del número de los accionistas y de las empresas que cotizan en bolsa. La titularidad sobre acciones ha crecido incomparablemente más que otras formas de propiedad. El irresistible encanto de las acciones en la gran masa social ha generado una especulación que modificará sin duda la forma futura del capitalismo. La disolución de un capitalismo corporativista, laboral e industrial, de lo que podríamos llamar sus tiempos heroicos, significa una eliminación de las instituciones centrales de la disciplina social, de las solidaridades obligatorias y la moral cívica tradicional, en que se movía el profesional competente del capitalismo organizado.

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El trabajo profesional en una empresa ha sido para la gran mayoría el medio más importante para orientarse en el mundo, hacer valer sus derechos civiles y asumir sus responsabilidades y obligaciones públicas. La cuestión que plantea ahora el capitalismo bursátil es si los intereses de una considerable cantidad de accionistas están en condiciones de sustituir la moral y las virtudes que hasta ahora se aprendían y desplegaban fundamentalmente en el mundo del trabajo. ¿Pueden las virtudes del inversor -presencia, previsión, movilidad...- proporcionar algún sentido de la responsabilidad social? La pregunta sería, en otras palabras, si las instituciones morales, laborales y culturales tienen algún sentido en un mundo regido por la volatilidad. ¿Es posible conciliar intereses de mercado con un comportamiento social razonable? ¿O debe continuar ciega la mano invisible abandonándose a la esperanza de que la continua destrucción y reposición de los equilibrios globales conduzca finalmente a una situación óptima?

No falta quien ha visto en la posesión masiva de acciones posibilidades inéditas de influencia política, especialmente a través del consumo. La capacidad de boicotear a determinadas empresas -por su falta de respeto al medio ambiente o por provenir de países que no respetan los derechos humanos- es un buen ejemplo de ello. Pero el problema de fondo sigue siendo la dificultad de configurar en el accionista una voluntad política. ¿Cabe esperar del accionista el carácter que ha tenido el ciudadano? ¿Es el accionista alguien capaz de formarse una opinión razonable y hacerla valer o se trata más bien de un comisionista fácilmente influible? La cuestión se agrava si tenemos en cuenta que la nación, el Estado y la moral se han debilitado como instrumentos de orientación, cohesión e identidad. A veces uno tiene la impresión de que la flexibilidad que hoy tanto se exige no es más que un eufemismo para unos sujetos cuya falta de carácter e indecisión les hace muy sugestionables.

De hecho, el accionista ya está sustituyendo al ciudadano. La política se ha teñido del aspecto de una cotización, como lo indica el hecho de que muchas de las expresiones utilizadas para describirla están tomadas del lenguaje financiero. Pero las cosas no se dejan sustituir por equivalentes funcionales sin que se pierda algo por el camino. Está claro que hay funciones de la política que no son realizables desde la lógica económica. Aunque también es cierto que la política debe saber que la mayor parte de los ciudadanos son al mismo tiempo accionistas, lo que modifica su lealtad social, adscripción ideológica y comportamiento electoral. Una de las tareas más apasionantes de la política estriba en hacer visible la dimensión de ciudadanía de unas acciones que tienden a verse como exclusivamente económicas. Se trata de mostrar la lógica de lo social que frecuentemente queda oculta tras el caos de los intereses, sin señalar dragones, fuerzas míticas, benefactores o malhechores, como hacía la vieja crítica social.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.

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