Tribuna:RAÍCES

Sevilla

Sevilla configuró la imagen de todas las ciudades que nacían en las Islas o en el Nuevo Mundo. Ojos que, enamoradamente, iban perdiendo las presencias del puerto y de las costas y se mantenían henchidos de la imagen de una ciudad única y, con ella prendida para siempre, emprendían la singladura del desarraigo. En Sevilla nació un abigarrado mundo de palabras que pasará a América y que conformará allí, en la lengua de todos, la condición de metrópoli que Sevilla tiene.¿Cuántas veces serviría de modelo aquel relieve que Dancart labró hacia 1490? La Torre del Oro, la de la Plata, la Puerta de la ...

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Sevilla configuró la imagen de todas las ciudades que nacían en las Islas o en el Nuevo Mundo. Ojos que, enamoradamente, iban perdiendo las presencias del puerto y de las costas y se mantenían henchidos de la imagen de una ciudad única y, con ella prendida para siempre, emprendían la singladura del desarraigo. En Sevilla nació un abigarrado mundo de palabras que pasará a América y que conformará allí, en la lengua de todos, la condición de metrópoli que Sevilla tiene.¿Cuántas veces serviría de modelo aquel relieve que Dancart labró hacia 1490? La Torre del Oro, la de la Plata, la Puerta de la Luz, la de la Carne, la Giralda o la parroquia de Santa Ana, en el barrio marinero de Triana. Sevilla era aquella imagen que se intenta reproducir en Las Palmas, en Santo Domingo, en Méjico, en Cartagena de Indias, en Lima, y que vemos con una perspectiva caballera en aquel plano de Hogenberg de las Civitatis Orbis Terrarum. Es la ciudad que iba prendida en tantos ojos y que se denunciaría, aún en el siglo XX, en las callejas de las ciudades de América, y en los interiores recoletos, y en el intenso perfume del azahar.

Sevilla fue para nuestras gentes aquel puerto que se abría hacia el Nuevo Mundo. Bien poco hace, José Luis Martínez publicó un libro apasionante (Pasajeros de Indias) y con sus páginas tenemos el complemento humano de lo que Anton van den Wyngaerde (1567) había dibujado en los varios dibujos que dedicó a la ciudad, o la apesadumbrada soledad de quienes estaban lejos de las solemnidades con las que la comitiva de Felipe II pasaba por el Arenal (1570). Cierto que la imagen de la ciudad se multiplica en los artistas del siglo XVII y no podemos retirar su presencia de lo que significó para América. Como tampoco podemos prescindir de esas oleadas sucesivas de emigrantes que iban llevando al Nuevo Mundo una modalidad lingüística bien diferenciada.

Sevilla es una continuada presencia, tanto en lo más bello como en lo más vituperable. Pero ahora quiero fijarme en las más bellas, por fragmentadas, por delicadamente traídas, representaciones de la ciudad: queden en nuestros ojos la penumbra de un jardín barroco y la hermosura quebradiza de unas flores que sustentan la más recia arquitectura de la ciudad. Recursos que nacen en Francisco Pacheco (1610), que repetirá Miguel Cid (1617) y que sublimará Zurbarán (1630).

Después, el realismo deja paso a la alegoría y Sevilla entra en un mundo complejo de símbolos y de extrañas alusiones: el saber humanístico se mezcla con la experiencia histórica y todo va cobrando un sesgo que para nosotros resulta incierto, como en aquel romano que va sobre un cocodrilo y los aforismos latinos y alemanes del anónimo de 1621. Sevilla es un mundo soñado por el arte, como fue un sueño para tantas gentes que en ella quisieron hacer su morada o para tantísimos que, después, nos hemos dejado ganar. Se corre el riesgo de caer en la solemnidad y, desde ella, en la teatralidad y en la estampa vacía de vida. Justamente lo que Sevilla nunca ha sido.

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